mayo 04, 2013

ESPATOLINO (XIII)

 

En la morada del búho...

-XIII-

 
Cuando llegó el curandero en cuya busca había salido por la noche el hijo del Silencioso, la enferma se encontraba libre de calentura, y un ligero calmante que le administró contribuyó eficazmente a adelantar su mejoría. Espatolino, sin embargo, no daba muestras de la alegría que debía causarle tan favorable mudanza: su semblante torvo y desencajado, llevaba el sello de un profundo y secreto dolor, que en vano procuraba encubrir bajo forzada sonrisa.
 
La salida del sol había sido acompañada de un recio aguacero; pero la atmósfera, purificada por la lluvia, permitió al día ostentarse más sereno y hermoso. La temperatura era suave; el aire puro, todo contribuía al alivio de la joven doliente, cuyo pecho respiraba en efecto con libertad, mientras sus ojos se fijaban en su esposo con dulcísima ternura.
 
-Amigo mío -le dijo-, me siento mejor, mucho mejor; disipa tus inquietudes, pues padezco al notar en tu semblante la huella dolorosa de las penas que te causo.
 
-Estoy tranquilo; soy feliz -respondió el bandido con acento que le desmentía.
 
-Escucha: he estado tan trastornada; tengo aún tanta debilidad y confusión en la cabeza, que no acierto a distinguir la verdad de la mentira; no sé qué cosas he soñado durante la fiebre, y cuáles me han pasado realmente. Sólo me acuerdo con claridad de que esperábamos una carta de Roma... ¡una sentencia de vida o de muerte! Todo lo posterior se me presenta oscuro; tengo no sé qué ideas de traición, de muertes... Se me figura que recibimos tu indulto, pero que fue revocado enseguida, porque te exigían por precio de él que entregases a tus pobres compañeros, que aunque muy criminales te aman como a padre; tú te negaste, y entonces... ¡te condenaron a ti! Todas estas cosas habrán sido imágenes del delirio, ¿no es cierto?
 
-No todo -respondió Espatolino-. Cuando tu salud se encuentre completamente restablecida, te explicaré los varios acontecimientos de la terrible noche que acabamos de pasar. Por ahora sólo te conviene saber que antes que concluya el día debo avistarme con Rotoli, y que tengo grandes esperanzas de conseguir mi indulto sin comprarlo a precio de la vida de amigos leales.
 
Al pronunciar las últimas palabras una sonrisa amarga y convulsiva contrajo momentáneamente sus labios; pero Anunziata no reparó en ella y levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de gratitud, mientras apretaba contra su seno las manos de su marido.
 
-Dios es piadoso -dijo-, y los hombres no son tan malos como ha juzgado tu resentimiento.
 
-Si Dios es piadoso -repitió el bandolero con indefinible gesto, y los hombres me han dado una nueva prueba de su bondad.
 
A las diez de la mañana despidió Espatolino al Escolapio, pagándole generosamente, y mandó llamar a Roberto. Presentose il Fulmine con aspecto receloso; pero debieron tranquilizarle las primeras palabras del jefe.
 
-Hace cuarenta y tantas horas que regresasteis de la correría que hicisteis cumpliendo mis órdenes -le dijo-, y no había podido veros ni hablaros. No ignorareis que aunque tuve la dicha de encontrar a mi esposa, fue amargada por el disgusto de una enfermedad que ha padecido, y de la que, gracias al cielo, ha cesado ya completamente el peligro. Libre mi corazón del cuidado que le ocupaba, he pensado en vosotros, amigos fieles y bondadosos, que tomáis una parte en todos mis pesares, y que habéis estado en triste inacción durante las amargas horas en que el riesgo de una existencia querida me ha impedido atender a mis obligaciones de capitán. Os debo mil gracias por la indulgencia que concedéis a la única debilidad de mi vida, y mientras dispongo alguna expedición que nos compense del tiempo perdido, quiero que festejéis el restablecimiento de mi mujer con un banquete opíparo, cuyos gastos corren por mi cuenta. Toma este bolsillo, Roberto; haz traer a esta casa lo mejor y más delicado que pueda encontrarse en los lugares de la cercanía, y dispón una cena para esta noche, digna de vuestro habitual apetito y de mi munificencia. Tengo que ocuparme en asuntos graves de conveniencia para la cuadrilla; os permito celebrar la fiesta sin esperarme, reservándome el derecho de sorprenderos cuando menos lo penséis, para echar algunos tragos con vosotros, brindando por la salud de mi esposa y por vuestra lealtad nunca desmentida.
 
Oyendo hablar así a Espatolino, cuya voz insegura y de mudado semblante eran en su concepto indicios evidentes de lo mucho que había padecido en la dolencia de su mujer, experimentó Roberto una emoción invencible, mezcla de confusión, de remordimiento y de vergüenza por su propia debilidad, que de tal calificaba la impresión que sentía. Tomó con repugnancia el bolsillo que le alargaba Espatolino, y murmuró bajando los ojos y con señales de timidez que contrastaban admirablemente con los rasgos groseros y atrevidos de su figura hercúlea.
 
-Hemos sentido mucho vuestra conducta, capitán... todos os queríamos bien... no sé si los compañeros estarán dispuestos a... En fin, haremos lo que mandéis.
 
Temblaron los labios de Espatolino al responder:
 
-¡Bien!, dispón, como te he ordenado, una abundante cena a los camaradas, y no les escasees los mejores vinos. Hablaremos después, Baleno, que es muy listo, puede encargarse de las provisiones.
 
-Es que... Baleno no está aquí -dijo con voz casi ininteligible il Fulmine.
 
-¿Dónde ha ido? -preguntó el capitán mirándole de hito en hito.
 
Hubo entonces un instante en que dominado el teniente por el antiguo influjo que ejercía en su corazón Espatolino, por la turbación de su culpa y acaso también por un sentimiento de generosidad, que no estaba extinguido completamente en su alma, estuvo a punto de arrojarse a los pies de su víctima y confesárselo todo. Comprendiolo Espatolino, y a su pesar se sintió conmovido. También él se halló entonces impulsado a renunciar un pérfido disimulo, a indignarse, a reconvenir... ¡a perdonar acaso!
 
Uno y otro bandido batallaron un momento con aquellos secretos deseos, y ambos consiguieron sofocarlos.
 
-Baleno ha ido a hacer algunas compras en Albano- dijo Roberto.
 
-Sentiré que no participe del festín -respondió con diabólica sonrisa Espatolino-; pero espero que los demás no desairaréis mi obsequio, y que me guardéis una copa.
 
-Se hará como lo deseáis, capitán.
 
-Pondréis la mesa en la sala que está al extremo opuesto; mi mujer aún se encuentra muy débil y el ruido pudiera molestarla.
 
Roberto se retiró y Espatolino volvió junto a la enferma.
 
Dormía apaciblemente, envuelta entre pieles de armiño, cuya blancura no superaba a la de su rostro pálido. Espatolino contempló largo rato su tranquilo descanso, besando repetidas veces las trenzas de ébano de su suelta cabellera.
 
-¡Ella al menos será feliz! -murmuraba algunas veces-. ¿Qué importa que mi corazón conserve abiertas heridas incurables?
 
Pietro entraba frecuentemente en la alcoba, seguido de Rotolini, que jamás se le apartaba.
 
Una de las veces que se presentó dijo a Espatolino:
 
-Capitán, il Silenzioso acaba de volver de Roma con esta carta para vos. El pobre viejo ha pasado un buen susto, pues tropezó en el camino con un cadáver todavía caliente, y tuvo que alejarse a toda brida, por temor que llegasen gentes y le creyesen autor de aquella muerte. Lo más extraño del caso es que, según afirma, el difunto se parecía a Baleno como un huevo a otro.
 
-¿A quién ha comunicado esta observación? -preguntó con alterado rostro el capitán.
 
-A mí solamente.
 
-Corre y dile que le prohíbo desplegar los labios en todo el día de hoy.
 
-Poco le costará -dijo Pietro al salir-, así como así él no habla sino cuando muere un papa.
 
-¡Bien, Occhio linceo! -dijo Espatolino al abrir la carta que el hijo de Giuseppe le había dejado-. Ya sabía yo que tu vista era perspicaz y tu brazo certero.
 
La carta de Rotoli sólo contenía esta línea de su mano:
 
«Estaré a las siete en el paraje que me indicáis».
 
Espatolino miró su reloj.
 
-Son las cinco -dijo-. ¡Aún hay que aguardar dos horas!
 
Paseose agitado por el aposento; se asomó a un balcón para respirar la brisa de la tarde, porque sus fauces estaban secas; luego se puso al cinto su puñal y un par de pistolas, y esperó junto a la cama de su mujer el momento oportuno de acudir a la cita.
 
A las seis estaba ya la tarde bastante oscura. Las sombras de la noche iban descendiendo rápidamente; pero el cielo continuaba despejado y el tiempo apacible.
 
El bandido imprimió un largo beso en la frente de su esposa; ordenó a Pietro que no se apartase de su cabecera; salió de la casa del Silenzioso, y montando en su alazán tomó a paso igual el camino de Roma.
 
Tenía que andar tres millas y media para llegar al paraje de la cita; pero aquella distancia era nada para Vento rapido, cuya impaciencia moderaba trabajosamente su dueño, obligándole a mantenerse en un trote reposado.
 
La luna, que estaba en sus primeros días, no tardó en ostentar su semicírculo luminoso sobre el azul sereno del firmamento. Aquella claridad débil y melancólica cobraba cierto carácter fantástico e indefinible al alumbrar las ruinas de los sepulcros, que abundan en la ruta de Genzano a Roma.
 
¡Pensamiento extraño y grave era el de los antiguos, al decorar los caminos con monumentos mortuorios!...
 
Ninguna impresión triste y solemne es comparable a la que produce la vista de aquellas tumbas, alumbradas por la luna, cuyos pálidos resplandores reflejan en los mármoles en que parecen dibujar sombras vagas y vaporosas.
 
Aquellas líneas arquitectónicas; aquellas pilastras que ha mutilado el tiempo; aquellas inscripciones borradas; aquellas alegorías que son ya incomprensibles... todo en fin, en lo que resta de aquellos suntuosos templos de la muerte, produce en el ánimo un sentimiento profundo.
 
Los últimos momentos del orgullo humano se presentan allí en ruinas; parece que el ángel de la destrucción tremola su fúnebre bandera sobre los escombros de las mismas obras que le fueron consagradas, arrebatando al hombre hasta el triste consuelo de dejar un testimonio de su fragilidad.
 
Espatolino, abandonando las bridas de su caballo, se entregaba a pensamientos tan severos y lúgubres como los objetos que le rodeaban.
 
Apartándose un poco del camino real hacia la derecha, se encuentran algunas ruinas mejor conservadas que las otras. Son dos tumbas circulares que debieron de ser suntuosas. En la época de nuestra historia todavía se veían en una de ellas dos bellas estatuas, representando al tiempo en la actitud de descargar su hoz, y al genio de los recuerdos recogiendo sus despejos. El tiempo había destruido la cabeza de su propia imagen, y al genio de los recuerdos le faltaban ya las manos.
 
Aquél era el paraje designado por Espatolino a Rotoli, y bajándose del caballo que ató al tronco de una columna mutilada, sentose en un pedestal vacío y tendió una mirada triste a su alrededor.
 
 
 
En presencia de tantos símbolos de la muerte, de tantos testimonios de la miseria humana, preguntábase a sí mismo el bandido, si merecía odio y venganza un ser frágil y pasajero; si no era un espectáculo lastimoso y risible ver al hombre en lucha con el hombre.
 
El galope compasado de un caballo que evidentemente se iba acercando le sacó de sus pensamientos. Púsose en pie y llevó la mano a una de las pistolas que tenía en el cinto. El caballo se paró; el jinete, echando pie a tierra, se adelantó solo hacia las ruinas, y un búho dejó oír en el mismo instante su fatídica voz.
 
-¡Pájaro maldito! -dijo estremeciéndose el bandolero-. ¿Siempre me has de perseguir?
 
-¿Quién va? -preguntó luego al hombre que se acercaba.
 
-Angelo Rotoli -respondió la conocida voz del esbirro.
 
Espatolino tendió en cuanto alcanzaba su vista una mirada recelosa; pero nada descubrió: Angelo venía verdaderamente solo.
 
Calmado su primer impulso de desconfianza, adelantose el bandido a encontrar el agente.
 
-Bienvenido seáis, señor Rotoli -le dijo tendiéndole la mano.
 
Apretósela cordialmente éste, y fue a sentarse sin ceremonia sobre un trozo de ruinas. El bandolero volvió a mirar a todos lados, prestando al mismo tiempo la mayor atención; pero el silencio y la soledad eran igualmente profundos.
 
-Ya veis la exactitud con que acudo a vuestro llamamiento -dijo Rotoli-, y con ello os doy una prueba notoria del interés que tomo en vuestra suerte, y de la sinceridad con que os he perdonado. Sois marido de mi perla, y tal título os concede un derecho a mi cariño, que halla por otra parte sobrado apoyo en los recuerdos que conservo de la buena amistad que en tiempos no remotos os he merecido.
 
-Y que os profeso aún, señor Angelo -respondió Espatolino-. El amor me condujo a una acción de la que sin duda podéis justísimamente reconvenirme; pero estoy dispuesto a repararla con cuanto alcance mi entendimiento o vos me indiquéis.
 
-Os creo; sois mejor de lo que opina el vulgo -repuso el agente-; pero hablemos de vuestro asunto. ¿Habéis reflexionado en lo que exige de vos el Gobierno?
 
-Sólo quisiera saber si accediendo a sus deseos tengo seguro mi indulto.
 
-Tan seguro que más no puede ser -dijo el agente-. ¡Así me asegurasen a mí la gloria eterna! Tengo la palabra de honor de personas muy respetables; me consta que el Gobierno ha discutido con detención este negocio, y que se ha determinado solemnemente concederos el perdón, con tal que os prestaseis al servicio que reclama de vos.
 
-Si se trata de capturar toda la banda de que he sido jefe -observó Espatolino-, os juro que no me es posible, aun cuando quiera, satisfacer al Gobierno. Mi gente está diseminada, y sólo puedo entregar a los individuos que se hallen conmigo.
 
-¿Pensáis que no había previsto eso mismo? –replicó Angelo-. Cuando se me habló de la condición aneja a vuestro indulto, hice observar que rara vez teníais junta toda vuestra gente, y que os sería difícil conseguirlo de pronto y sin despertar sospechas. Hice presente que faltándole vos y haciendo un escarmiento con los pocos que podríais entregar a la justicia, la cuadrilla no tardaría en disolverse, o el Gobierno en aniquilarla. Pesadas mis razones, el Gobierno declaró que vuestro perdón sería firmado tan luego como estuviesen en poder de la justicia los bandidos que os acompañan, sea cual fuere su número.
 
-Os advierto, señor Angelo -dijo Espatolino, fijando una mirada escrutadora en los ojos del esbirro-, que si abusando de la fe con que os escucho me hicieseis caer en algún lazo, no gozaríais del triunfo de vuestra traición. Tengo dos pistolas en el cinto y no podríais componeros de manera que os libraseis de una bala al primer indicio de felonía.
 
Rotoli no se alteró. Su rostro, que alumbraba la luna, tenía más pronunciada que de costumbre aquella su expresión zalamera y taimada. Riose de los recelos que expresaba su interlocutor y dijo en tono festivo:
 
-Muy ducho habría de ser el que pudiera pegárosla; sois zorro viejo, amigo Espatolino, y hartas veces me lo habéis probado.
 
La serenidad de Angelo disipó la desconfianza del bandolero.
 
-Os he juzgado mal -dijo con un aire de franqueza y sinceridad que hasta entonces no había tenido-. Seamos amigos, señor Angelo.
 
-De todo corazón, sobrino... porque lo sois ya: sois mi sobrino, mal que me pese. En fin, ya no hay remedio, y espero que haréis dichosa a mi perla, puesto que os resolvéis a ser hombre de bien.
 
-¡Ah, sí! -exclamó con exaltación Espatolino-, será dichosa, no lo dudéis; y vos también, señor Angelo, y mi hijo... porque soy padre... sí, amigo mío, ¡soy padre! Todos seréis felices, pues tal es mi voluntad, tal mi única ambición, y el interés absoluto y exclusivo de mi vida. Para vosotros mis riquezas, mi corazón, mi alma... ¡todo! No habrá cosa que no emprenda, ni sacrificios que no haga para aseguraros una existencia feliz.
 
Angelo se sintió turbado... más aún, se sintió enternecido. En honor de la humanidad es preciso confesar que no existe alma tan encallecida que no tenga todavía algunos puntos sensibles a las emociones generosas.
 
Reinó un instante de recíproco silencio, que rompió Espatolino diciendo:
 
-¡Ea, pues!, no hay tiempo que perder; acudid a la justicia de Genzano; no faltarán treinta hombres en el pueblo que se pongan a vuestra disposición, y digo treinta, porque aunque mis camaradas no llegan a quince, cada uno de ellos vale por dos paisanos, aun estando sin armas y borrachos, como espero que estarán.
 
El recuerdo que hacía del valor de sus compañeros arrancó un suspiro al bandolero, y murmuró con amargura aquella exclamación, que con tanta frecuencia se le venía a la boca desde que supo el pérfido complot tramado contra él: «¡Traditori!».
 
-Es inútil molestar a la gente pacífica del lugar -respondió Rotoli poniéndose en pie-. Comprendí por vuestra cita que estabais dispuesto a aceptar la condición del Gobierno, y para evitar entorpecimientos traje conmigo una manga de gendarmes. No sería yo, por cierto, quien se atreviese a acometer a vuestros leoncitos con paisanos cobardes, que tiemblan a la sola vista de sus bigotes. He venido aquí solo, para daros una prueba de confianza a vuestras órdenes; pero si no tenéis inconveniente llamaré a la tropa que se ha quedado a alguna distancia esperándome.
 
Despertose de nuevo la desconfianza de Espatolino, y asiendo con su férrea mano un brazo del esbirro:
 
-Pensad en lo que os dije -exclamó-, vuestra vida responde de mi seguridad.
 
-Dejaos de amenazas tontas -dijo con impaciencia Angelo-. Si tenéis miedo de los gendarmes, ¿hay más que no llamarlos? Encargaos vos de capturar a vuestra gente y mandadla entregar con quien mejor os parezca, puesto que os merezco menos confianza que cualquier otro.
 
Soltole el brazo Espatolino, y casi avergonzado de unos recelos que no tenían aún fundamento alguno, dijo:
 
-¡Perdonadme!, los hombres me han abierto esta llaga incurable en el corazón; esta triste desconfianza es una enfermedad del alma, de la que soy deudor a ellos. Llamad, señor Angelo, a los gendarmes.
 
-Juradme antes que no volveréis a sospechar de mí; de otro modo no los llamaré a fe mía. Conozco vuestro genio de pólvora, y si tuvierais el antojo de imaginar que os engañaba, me regalaríais una bala con la frescura del mundo. Os digo que vale más que busquéis vos mismo quien os ayude a prender a vuestros hombres, y que mandéis me los entreguen en Genzano, donde esperaré con los gendarmes.
 
-¿A quién he de buscar? Perdonadme, os repito, señor Angelo; os juro que estoy avergonzado de los temores que os he mostrado, y que confío ciegamente en vuestra lealtad.
 
-Eso lo decís ahora; apenas os vuelvan los vapores de cavilación que suelen subiros al cerebro, tornaréis a creerme capaz de todas las infamias. Yo os empeño solemnemente mi palabra de honor al aseguraros que nada tenéis que temer, ¿pero qué vale para vos una palabra de honor?... No, amigo Espatolino, os digo seriamente que no quiero tomar a mi cargo esta peligrosa comisión. No estoy tan aburrido de mi vida que la ponga en vuestras manos sujeta a los arrebatos de vuestra loca suspicacia. Id con Dios, y contad conmigo para todo aquello en que pueda serviros mi inutilidad, menos para esto.
 
-¡Y qué Rotoli!, ¿rehusaréis cumplir las órdenes del Gobierno y vuestras obligaciones? ¿Os entrego a mis compañeros y rehusáis capturarlos?
 
-Ni el Gobierno ni mi oficio me imponen el deber de dejarme matar por un loco. Loco, sí, Espatolino, loco estáis; pues sólo así pudierais pensar que yo tuviese el alma tan negra que hiciese una traición infame al marido de mi Anunziata, ¡mi perla!
 
-¿Conque sólo teméis?...
 
-Vuestros arrebatos, ya lo he dicho antes. Lleváis una par de pistolas y un puñal; en la menor cosa os figuraríais descubrir un indicio de traición; el miedo os haría ver fantasmas...
 
-¡El miedo! -interrumpió con desdeñosa sonrisa el bandolero-. ¡Y bien!, tranquilizaos, Rotoli.
 
Concluyendo estas palabras, disparó al aire entrambas pistolas, y volviéndoselas a colocar con calma en el cinto, añadió:
 
-Ya estoy completamente a vuestra disposición.
 
-Tenéis un puñal -dijo el esbirro moviendo la cabeza.
 
-¡Tomadlo!, ¿estáis ya tranquilo?
 
-Falta que lo estéis vos; no quiero hacer nada sin que me juréis que tenéis una entera confianza en mi palabra.
 
-Sí, la tengo, os lo juro. De hombres en quienes confiaba he recibido costosos desengaños; ¿por qué no he de creer que he padecido otro error al juzgaros? Estoy en vuestras manos, señor Angelo, y me entrego sin reservarme ningún recurso.
 
-No os arrepentiréis -dijo el esbirro, y llevando a sus labios un silbato, que sacó del bolsillo de su chaleco, hizo salir de él un prolongado sonido.
 
-¡Hola! -dijo Espatolino frunciendo el entrecejo-, ¿teníais convenida con ellos esa señal? ¡Sois muy prudente, señor Angelo!
 
-¡Y vos muy malicioso, señor Espatolino!, acordaos que me habéis prometido una entera confianza.
 
-¡Tenéis razón! -dijo con amarga sonrisa el bandido-. ¡Ea! -añadió tirando al aire su sombrero y sacudiendo su cabellera negra y espesa-, ¡cúmplase la suerte! Me entrego a vos, Rotoli, como al inexorable destino.
 
Un minuto después apareció una gruesa manga de gendarmes y el esbirro dijo volviéndose a Espatolino:
 
-Cuando gustéis, sobrino.
 
-Vamos allá -respondió.
 
Segunda vez volvió a oírse, aunque a mayor distancia, el fúnebre graznido del búho.
 
-¡Basta, ave de muerte! -dijo con impaciencia el bandolero-. No digas más, que ya te he comprendido.
 

 
Continuará…


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