abril 24, 2013

ESPATOLINO (VIII)



Pietro y Anunziata
 
 
-VIII-
 
Los agentes y espías que mantenía Espatolino en la mayor parte de las principales ciudades del territorio de Nápoles y Roma, eran tan numerosos como exactos. Sus frecuentes avisos nada dejaban ignorar al bandolero de cuanto pudiera convenirle, y por aquel medio estaba al corriente, no solamente de todas las operaciones del Gobierno, y de las salidas e itinerarios de aquellos viajeros de los cuales podía sacarse un abundante botín o un cuantioso rescate, sino que también estaba informado con exactitud escrupulosa de la vida y situación de las personas particulares que por cualquier motivo le interesaban.
 
Así había sabido que poco tiempo después de la peligrosa estratagema con que salvó la vida del hijo de Giuseppe, había terminado dicho anciano su larga y amarguísima carrera, y que la joven María, a quien por medios tan astutos como delicados había proporcionado aquel malhechor extraordinario una dote proporcionada a su clase, debía casarse muy en breve con un artesano a quien amaba. También fue instruido de que Angelo Rotoli, torvo y sombrío desde que aconteció la pérdida de su perla y el malogro de su venganza, había dejado a Nápoles con el coronel Dainville, trasladándose a Roma, donde permanecían ambos, viviendo el uno en una magnífica habitación en la plaza de España, y el otro en un modesto cuarto cerca de la puerta de San Lorenzo.
 
Las relaciones entre el oficial francés y el esbirro italiano parecían muy frías; pero aún no totalmente cortadas, bien fuese porque conservase todavía el extranjero reliquias de su desgraciada pasión, y con ellas la esperanza de recobrar a Anunziata, bien que algún otro interés le obligase a no romper abiertamente con aquel agente tan astuto como vengativo.
 
Lo cierto es que Arturo de Dainville y Angelo Rotoli estaban en Roma, y que habían sido informados de esta circunstancia Espatolino y su esposa.
 
-¡Pietro! -dijo ésta al hijo del difunto Giuseppe en aquella noche memorable que ha dado argumento al anterior capítulo de nuestra verídica historia-. ¡Pietro!, solos estamos; ¿no es cierto?
 
-¡Solos! -respondió el mancebo con semblante triste-. El capitán se ha marchado a la selva, donde debe repartirse entre los compañeros no sé qué botín, que al anochecer habrá recogido Roberto de unos extranjeros que han tenido el singular capricho de atravesar las lagunas Pontinas desde Sermoneta, para visitar la torre de Astura. ¡Pobrecillos!, contaban con dormir tranquilamente en Nettuno, pues se dice que todos nos creen muy lejos de estos lugares, merced al cuidado que ha tenido el capitán de llamar la atención de las gentes por otro lado...
 
-¡Cómo!, explícate -dijo la joven.
 
-¡Pues qué!, ¿no sabéis que una partida de los nuestros ha hecho algunas escaramuzas en las inmediaciones de Civita Vecchia y Corneto, mientras otra más numerosa forma su nido en la Somma (1), de donde baja a inquietar, ora a los pacíficos habitantes de las orillas del Nera, ora a los orgullosos moradores de Spoleti? De este modo consigue el capitán apartar a los gendarmes del verdadero sitio en que tiene su cuartel general, y ha podido el teniente Roberto dar a mansalva un buen golpe en los pobres viajeros, a quienes habrá aligerado esta tarde, y que según tengo entendido son gentes de pro, que llevan buenos equipajes.
 
-¡Siempre robos! -exclamó Anunziata cubriéndose los ojos llenos de lágrimas.
 
-En fin -dijo Pietro-, no tan mal cuando son extranjeros; ¡pero aquel desdichado príncipe Lancelotti que fue tan maltratado a la puerta misma de su palacio Ginnetti, como quien dice!...
 
-Pietro, tus manos al menos no se han manchado todavía con la sangre o el oro de las desventuradas víctimas que aquellos feroces bandidos sacrifican a su insaciable codicia. ¡Oh!, ¡sí!, gracias al cielo, aún existe cerca de mí un hombre cuya frente pueda levantarse al cielo sin la mancha del asesinato.
 
-Tenéis razón, no es acción muy buena que digamos, el cogerse lo ajeno contra la voluntad de su dueño; y por lo tocante al asesinato... ¡Dios y la Santa Madonna me preserven de semejante tentación! Pero también es cosa desagradable estarse aquí mano sobre mano cuando los demás arriesgan su vida y se enriquecen, y... ¡vamos!, todos tenemos nuestro poquito de codicia, y aparte de esto, debo tantos favores al señor Espatolino, que quisiera de buena gana estar a su lado en los momentos del peligro para defenderle como lo hace un perro fiel con el amo de cuya mano recibe el pan.
 
-Acaso puedas hacerle mayor servicio que el que deseas -respondió Anunziata-. Escucha, Pietro: aquél que te salvó del patíbulo; aquél que ha sacado de la miseria a tu hermana; aquél que en medio de sus execrables crímenes ha sembrado beneficios que prueban que su alma extraviada no nació destituida de nobles y... generosos impulsos... Espatolino en fin, puede deberte más que la vida... ¡la felicidad!
 
-¡A mí! -dijo el mozo abriendo cuanto le fue posible sus ojos negros y expresivos-. Si así fuera... Pero no concibo... ¡Esperad!, algunas veces, cuando me ve triste por la vida holgazana a que me ha destinado, me dice pegándome un golpecito en el hombro: «Pietro, no te impacientes por entrar en esta senda a cuyo término me hallo; acuérdate de que una vez lanzado en ella se hace imposible el retroceder. Si lo que anhelas es darme una prueba de tu gratitud y afecto, sabe que ninguna reputaría mayor que la que ahora recibo de ti. Tú eres el fiel custodio de mi felicidad; el consolador de mi esposa. Guárdame bien ese tesoro y te deberé mucho más de cuanto te he dado». Éstas poco más o menos son las palabras que me dice el buen capitán, y bien sabéis que no las echa en saco roto; no por cierto. Desde que estáis bajo mi custodia no hay alma viviente a quien permita traspasar estos umbrales; y para que llegasen a vos preciso sería que pasasen por encima de mi cadáver. Harto me costó negarme a vuestros deseos cuando queríais hace tres días salir a pasearos por la ribera; pero el capitán me tiene dicho: «Haz todo cuanto ella te mande, menos el permitirla que se exponga a ser vista de nadie, ni el abandonarla un momento».
 
-Y sin embargo -repuso la joven tendiendo su delicada mano al hijo de Giuseppe-, en la infracción de esas órdenes estriba la salvación de Espatolino, y la desobediencia será en esta ocasión el servicio más importante que puedas prestarle. Pietro, acuérdate de tu buena madre, de tu honrado padre, de tu inocente hermana; trae a la memoria tantos ejemplos de virtud como has encontrado en tu familia, y no olvides tampoco aquel suplicio afrentoso que viste tan de cerca.
 
Pietro se estremeció.
 
-Aquel suplicio -prosiguió la joven- que es el término inevitable de la funesta carrera de Espatolino y sus abominables cómplices: ¡el inexorable fantasma que ve delante de sus ojos siempre, en todas partes! El patíbulo cierra el horizonte de la vida sangrienta del bandido, y más allá... ¡oh Pietro!, más allá del patíbulo otro suplicio eterno le está aguardando.
 
-¡Eterno! -exclamó con un gesto de horror el hijo de Giuseppe-. Eso es demasiado: ¡pues qué!, ¿no es bastante castigo la muerte?
 
-¡No! -respondió con severo tono la esposa del bandolero-. La sociedad se habrá vengado de un insensato que pretendía desafiarla; la tierra se habrá purgado de una fiera que la regaba con sangre; pero la justicia divina no quedará satisfecha. ¡Y qué!, ¿pudiera expiar el dolor de un momento una vida entera de delitos?, ¿pudiera lavar la sangre de un culpable la de tantos inocentes, víctimas de su ferocidad? ¿Dónde estaría entonces la justicia?, ¿cómo desoiría Dios los clamores de tantas almas arrancadas del mundo súbitamente por una mano homicida, y lanzadas a la eternidad sin darles tiempo para prepararse a comparecer ante el Juez supremo? Si aquellas almas desventuradas estaban en pecado y sufren los tormentos perdurables, ¿consentiría el Altísimo que el bárbaro que las arrojó al abismo entrase inmaculado por las estrechas puertas de la gloria, sin otra expiación que un minuto de agonía?
 
-¡Pues qué! -dijo Pietro con el cabello erizado y los labios trémulos-. ¿No vale para nada el arrepentimiento? ¿No hay esperanza para el asesino?
 
 
Uno de los grabados de Francisco de Goya de la serie Los desatres de la guerra, 1810. Museo del Prado.
 
-Sí, porque Dios es misericordioso a la par que justo. Pero el arrepentimiento de un ajusticiado rara vez es contrición verdadera y profunda: lo que parece arrepentimiento no es más que miedo, porque en aquellas horas terribles el aspecto de la muerte enflaquece el espíritu; y si se siente pesar de haber cometido el crimen es solamente por el horror del castigo. La verdadera expiación de una vida de delitos no es la muerte; es la penitencia. La justicia divina no pide sangre, sino lágrimas; no pide un momento de tormento, sino largos días de reparación y de virtud. Quiere que no se prive al pecador del castigo del remordimiento; quiere que viva y padezca, y que no salga del mundo, donde derramó tantos males, sin haber tenido tiempo para sembrar algún bien.
 
-Pero eso es imposible -observó Pietro moviendo la cabeza-, cuando la justicia echa el guante a un facineroso lo despacha muy pronto al otro mundo; y si Dios por su infinita misericordia no le deja volver para que haga en éste algunas buenas obras, no alcanzo de qué modo pueda complacer a su Divina Majestad el pobre diablo a quien le acaricia la garganta la mano del verdugo.
 
-¡Eso es cruel! -dijo con melancólico acento Anunziata-. ¡Es cruel a la verdad arrancar a un infeliz con la existencia la posibilidad del arrepentimiento! Pero escucha, Pietro: yo no quiero que muera Espatolino de ese modo; quiero que su alma grande, aunque criminal, conozca a Dios y desarme su ira; quiero que los últimos años de su vida sean consagrados a la expiación, y que practicando las virtudes repare, en cuanto sea posible, sus crímenes pasados. El odio le precipitó al abismo; el amor debe sacarle de él. Sí, yo haré que sea tan bueno como malo ha sido hasta hoy.
 
-Eso no me parece fácil; y no lo digo porque crea muy malo al capitán, no por cierto. Bien sé que no le faltan buenas cualidades: mirad; me ha contado Roberto (y no por celebrarlo lo decía el grandísimo bribón) que jamás permite que se haga daño a los que no tratan de hacerlo; que es piadoso con las mujeres, y... os referiré algunos rasgos suyos que os harán conocer lo bueno que es algunas veces el señor Espatolino, a quien Dios y la divina Madonna libren de todo mal. Muchos años hace que pasó lo que vais a oír; pero no importa la fecha: cuando Roberto me contaba estas cosas la semana última, casi casi me parecía que las estaba mirando. ¡Verdad es que las escuchaba con tanto gusto!, porque por más que diga el teniente que son rarezas y extravagancias del capitán, siempre sostendré que tales extravagancias le hacen honor. Figuraos, señora Anunziata, que era en aquel tiempo en que comenzaba a extenderse por esos mundos la fama de nuestro jefe; y aunque era muy muchacho por entonces, ya había dado una buena lección a los soldados del Santo Padre. La banda se hallaba entonces diseminada por las cercanías de Monti Tifati, pues a pesar del cuerpo de guardia que custodiaba la entrada del territorio de Nápoles, el capitán y su gente siempre han tenido maña para pasearse por todas partes sin que nadie se lo estorbe. Creo que por entonces se preparaba la cuadrilla a caer sobre la Calabria; pero se entretenía mientras tanto en aliviar del peso de su equipaje a los viajeros de aquel camino. Era a la caída de una tarde bastante nebulosa, cuando fueron apresados por algunos de la cuadrilla tres hombres, de los cuales sólo el uno tenía alguna apariencia de utilidad. Dos viajaban juntos y a pie, y el otro iba a caballo con sólo un criado que había escapado con su mula burlando la ligereza de los bandidos. Cuando vieron éstos lo poco que había que esperar de sus prisioneros, se enfadaron tan de veras, que querían colgarlos por los pies de las ramas de un árbol.
 
-¡Bárbaros! -exclamó Anunziata.
 
-No hay por qué asustarse, mi capitana -dijo el mozo-, el jefe no permitió aquella chanza pesada, y llamando al uno de los viajeros pedestres le preguntó quién era y adónde iba. El muchacho, que tenía una fisonomía la más traviesa y desvergonzada del mundo, respondió sin turbarse: «Quién soy, no lo sé; por ahora creo que soy poco menos que un cadáver, y nunca he sido otra cosa que un nadie».
 
-Explícate -le dijo el capitán-, pues no estoy de humor de descifrar enigmas.
 
-¡Por vida de Baco! -respondió el perillán-, que aquí no hay otro enigma que vos, señor facineroso, que presentáis la anomalía de una figura de ángel con un alma de demonio. En cuanto a mí os he dicho la verdad pura y neta. Soy un nadie; un quídam, un expósito que no sabe a quién debe el don de esta mísera existencia, que maldito para lo que me sirve.
 
-¿Qué oficio tienes, bribón? -preguntó Espatolino.
 
-Todos y ninguno. Sirvo a cuantos me ocupan, salgo en las comparsas de los teatros de segundo y tercer orden; muelo los colores de los pintores; llevo las pruebas de sus obras a los escritores que las tienen en prensa; auxilio a los peluqueros, ayudo a los pescadores, sirvo a las damas que tienen amantes tiernos y maridos celosos, en fin, soy el factótum de Nápoles, y ahora iba a Castellone encargado de cierta comisión galante, en la que esperaba ganar algunos carlinos (2).
 
-¿Y pensabas ir a pie hasta Castellone?
 
-¡Toma!, hasta el paraíso terrenal iría tan fresco, si es que el paraíso terrenal es otra cosa que el reino de Nápoles.
 
-No siempre te sobrará el pan, si no cuentas con otros medios para procurártelo que las eventualidades de tus numerosos empleos.
 
-Así, así -respondió el mozalbete-, cuando otra cosa mejor no se me proporciona, hago versos muy bonitos, y las gentes del pueblo me dan dos cavalli (3) por cada veinte coplas.
 
-¿Tan buenas son?
 
-No lo sé; pero yo consagro por lo común mi musa a las gentes de vuestro oficio, y refiero vuestras picardías con tanta verdad, que todos los que las oyen dicen que no hay más que pedir. No se crea, sin embargo, que yo posea, como aquel mancebo que iba en mi compañía, un genio improvisador y estupendo, eso no; soy un ignorante que lo hago por pura afición, o mejor diré por pura necesidad, y mi compañero ha leído libros y tiene acogida entre personas de alta clase que gustan mucho de oírle cuando está inspirado. Yo nada compongo de súbito: pienso mucho mis coplas y las escribo despacio.
 
-Preciso es, pues -dijo el capitán-, que parecía complacido con la charla de aquel tunantuelo, que medites ahora mismo alguna de tus lentas creaciones y te concedo dos horas para presentármela concluida. Tengo curiosidad de conocer tu musa, y no la pagaré con menos generosidad que los paisanos que te cambian dos cavalli por veinte coplas.
 
-En ese caso no hay más que hablar -respondió alegremente el muchacho-, precisamente traigo en el bolsillo una historia en verso que está próxima a la conclusión, y que debe interesaros tanto más cuanto que es la vuestra.
 
-¡La mía!
 
-Sin duda -repuso el poeta, sacando del bolsillo algunos pliegos manuscritos-, es verdad que al pintaros, físicamente se entiende, no anduve muy exacto. ¿Quién diablos había de pensar que fuerais tan guapo mozo? Tampoco se me ocurrió la idea de que vuestros súbditos podían ser unos chicos de mediana traza: ¡ya se ve!, todo el mundo imagina feos y sucios a aquellos hombres que siempre andan revueltos con la sangre.
 
Una sonrisa imperceptible pasó fugaz sobre los labios del capitán; pero los otros bandidos dejaron oír un murmullo de desaprobación. El viajero, sin desconcertarse, desenrolló sus manuscritos, y con voz campanuda y acento declamatorio comenzó su lectura:
 
«Vida y hazañas del feroz Espatolino, jefe de la homicida banda que infesta el camino de Roma a Nápoles, extendiendo sus correrías hasta el Abruzzo y las Calabrias».
 
-¡Bien! -dijo Espatolino sentándose tranquilamente-, veamos cómo nos tratas.
 
El pilluelo comenzó a declamar con énfasis sus mal medidas estrofas; pero ¡qué cosas, Santísima Madonna!, ¡qué cosas había aglomerado allí! En primer lugar estaba el retrato del capitán, que, según el poeta, era tuerto, jorobado, con más cicatrices que cabellos, y más deformidades que años. Luego iba la descripción de su tropa: todos los bandidos eran unos semigigantes medio desnudos, sucios, repugnantes, con uñas tan largas como el gavilán, y pelos tan ásperos como los del erizo.
 
Al escuchar tan pícara pintura se pusieron furiosos los bandoleros, y como perros picados de hidrofobia se abalanzaron sobre el infeliz. El capitán les gritó con voz de trueno: «Atrás», y el lector continuó impávido su tarea, después de dar gracias a Espatolino con un movimiento de cabeza.
 
Lo que seguía a la pintura de los bandoleros no era menos lisonjero para aquéllos que lo que ya habían oído. Allí había banquetes en que los antropófagos ladrones se comían a medio asar la carne de sus víctimas, y bebían en sus calaveras. Allí danzas de mujeres desnudas que llevaban por arracadas narices humanas, y por collares numerosas sartas de dientes arrancados a los cautivos que esperaban rescate. El capitán ahorcaba a cada paso ocho o diez de los suyos, cuyo número no se disminuía, sin embargo, y era una risa oír con cuánta profusión le regalaba los halagüeños epítetos de salvaje, tigre, monstruo y otras lindezas del mismo género.
 
Los camaradas de cólera, y le miraban con ojos de basilisco; pero el capitán les imponía silencio con un gesto, y el poeta concluyó sin contratiempo su lectura.
 
-¡Bien! -le dijo Espatolino-, esa narración es muy bella, y yo me encargo de que sea verídica. Para justificar la pintura que haces de nosotros, es preciso que correspondamos a la idea que te has formado de nuestras costumbres, y en ese supuesto determino celebrar uno de esos festines que con tanta elocuencia describes, y en el cual nos regalaremos con tu cuerpo. Te permito concluir tu poema mientras preparamos la función, y te empeño mi palabra de que tu obra llegará a Nápoles sin alteración ninguna.
 
-Hágase la voluntad de Dios -respondió el mancebo-. A decir verdad no esperaba este desenlace, pues al veros me persuadí que había andado desacertado en mi pintura. No me gusta mucho, por cierto, el morir a los diez y ocho años, y ser devorado por vosotros; pero en fin, algún consuelo es haber tenido el talento de adivinar con tanta exactitud los extremos de vuestra barbarie, y mi obra, que no era más que un juguete de fantasía, será desde hoy una historia exacta y lastimosa, que me conquistará nombradía. ¡Vamos allá!, ¿cuántas horas me concedéis para concluir mi relación?
 
-Diez minutos -respondió Espatolino- pasados que sean serás entregado a mis amigos, que ansían ya conocer el sabor que tiene la carne de un hijo de Apolo.
 
-¡Bien! ¡Bravo! -gritaron los bandoleros batiendo las manos-. ¡Viva el capitán!
 
-Lo asaremos a fuego lento -dijo uno.
 
-No, cocido con vino -exclamó otro.
 
-Mejor es freírle con su propia grasa -observó un tercero.
 
El capitán miraba fijamente al mancebo mientras aquellas bárbaras bufonadas eran pronunciadas por los bandidos en medio de horribles carcajadas; pero ¡cosa extraña!, aunque un poco pálido, el poeta estaba sereno y cortaba una pluma y pedía por favor un poco de tinta para concluir su obra.
 
-Con tu sangre -le dijo Espatolino-; eso aumentará el mérito de la historia.
 
El joven sin vacilar se pinchó con su cuchilla; mojó la pluma en su sangre, y comenzó a escribir.
 
-¡Basta! -gritó de súbito el jefe-. ¡Joven!, ¡eres valiente!, ¿quieres vivir y quedarte con nosotros?
 
-Vivir no me pesaría -respondió limpiando su pluma-; pero quedarme con vosotros... ni se diga. No me gusta vuestra profesión, señores bandoleros, y además, caso de deberos la vida, tengo la obligación de consagrársela a un viejo puzzaro (4) que me ha servido de padre, y que se moriría de hambre a no ser por mí.
 
-¿Y si te diese oro para sacarle de la miseria a ese anciano?
 
El muchacho meneó la cabeza, y dijo con expresivo movimiento:
 
-¡Uf!... vuestro oro no da ventura: es mal ganado. Vale más vender veinte coplas por dos cavalli, y ayudar a los pescadores por un par de truchas, y moler los colores por tal cual plato de macarrones que recibo de los pintores... En fin, vale más cualquier cosa que ser rico con vuestra riqueza.
 
-¿Y si no tienes otra alternativa que nuestro oficio o la muerte?
 
-Todos hemos de morir, y así como así vale más ser comido por hombres que por gusanos. ¡Ea!, estoy pronto.
 
-¿Qué os parece que hizo entonces el capitán, señora Anunziata?... ¡Vaya un hombre guapo! «Dame ese poema -dijo al poetastro-, merezco la preferencia, puesto que te he proporcionado un sublime momento de inspiración con el horror de la muerte. Se dice que el poeta es como el cisne, que guarda su cántico más hermoso para celebrar la agonía. Toma el precio de tu obra, y sigue tu camino».
 
Diciendo y haciendo, le puso en la mano una bolsa muy linda, que según la aseveración de Roberto contenía doscientos luises de oro por lo menos, y le dijo:
 
-Puedes tomarlos sin escrúpulo, pues no son robados. Me los regaló una dama, a la que tuve ocasión de prestar ayer un ligero servicio.
 
-Los tomo en ese concepto -dijo el mozo-; pero como me habéis ocasionado un sustillo mediano, os quiero deber además un buen vaso de vino.
 
Diéronselo los bandidos refunfuñando, y lo vació de un golpe, brindando por el capitán. Luego le entregó sus manuscritos, le dio un cordial abrazo, y se marchó más alegre que unas pascuas.
 
Enseguida hizo venir el jefe al otro poeta, a quien habían tenido a una distancia suficiente para que no oyese nada de cuanto se decía a su compañero. Estaba aquel infeliz más muerto que vivo, y temblaba como un azogado.
 
-¡Voto a Baco! -exclamó Espatolino-, ¿qué significa ese temblor?
 
-¡Perdón!, ¡piedad!, ¡piedad, señor excelentísimo! -contestó con trémula y ahogada voz el prisionero.
 
-Sabemos que eres poeta improvisador -dijo el jefe-; serénate, pues, y danos una muestra de tu talento.
 
-Soy un ignorante, un bruto, señor eminentísimo -decía tartamudeando el pobre mozo-, dejadme besar vuestras plantas y no exijáis... El placer... el honor que recibo con verme en vuestra presencia me embarga los sentidos de tal modo, que no puedo... ya veis, ilustre señor, tened piedad de este desventurado.
 
Empezaba el capitán a hinchar las narices, y dijo con voz de trueno:
 
-¡Ea!, improvisa, o te mando ahorcar ahora mismo.
 
-Voy, voy al instante... ya comienzo... no se altere vuestra benignidad -murmuraba el pobre diablo pálido como un cadáver y dando traspiés como un borracho.
 
-Un vaso de vino a este miserable -dijo el jefe.
 
Presentáronselo al instante; pero era tan violenta la convulsión de sus nervios, que el cristal se quebró entre sus dientes.
 
-¡Cobarde! -dijo Espatolino encogiéndose de hombros con ademán de desprecio.
 
-¡Que improvise!, ¡que improvise! -exclamaron los bandoleros.
 
El infeliz comenzó a versificar malamente, llamando a los ladrones héroes magnánimos, guerreros invencibles y otras mil adulaciones.
 
-Éste sí que es buen poeta -decían aplaudiendo los bandoleros-, ¡para que se vea que no hay hombre que no sea sensible al elogio! Éste sí que merece un regalo, no aquel bribón que decía tan odiosas mentiras.
 
El improvisador, alentado con aquellas muestras de aprobación, multiplicaba las adulaciones hasta el extremo más ridículo de exageración.
 
-Vuestra noble independencia -decía-, vuestra heroica constancia será loada por la más remota posteridad. La envidia se ensaña vanamente por deslumbrar vuestra gloria: la fama divulgará vuestros invictos hechos del uno al otro polo.
 
-¡Viva! -gritaban entusiasmados los bandidos-, ¡bravo! ¡Esto se llama talento! ¡Éstos sí que son versos!
 
-¡Basta! -dijo frunciendo el entrecejo Espatolino-, coged a ese miserable y dadle en mi presencia veinticinco palos.
 
Esta orden inesperada dejó estáticos a los bandoleros, mas no así al poeta, que comenzó a gritar desaforadamente, haciendo contorsiones como un endemoniado.
 
-¿No habéis oído? -añadió Espatolino con gesto de impaciencia-, veinticinco palos al instante.
 
El tono con que repitió la orden no permitía réplica. Fue obedecido.
 
Luego que el apaleado volvió en su acuerdo el capitán le dijo con severo semblante:
 
-Las bajezas en que has incurrido te hacen tan indigno de la condición de hombre, que deberíamos degradarte de ella. En consideración a tu talento, por mal que lo hayas empleado, me limito a la ligera pena que acabas de sufrir; pero que no te acontezca segunda vez prostituir tan torpemente como hoy lo has hecho la noble misión de la poesía.
 
-¡Digo, señora Anunziata!, ¿no es verdad que fue muy bien dicho todo aquello?, porque al fin, un bandolero, por bueno que sea, no es un héroe glorioso, ni merece que se le llame señor eminentísimo y otras tonterías por el mismo estilo.
 
Pues hete aquí que no quedaba ya más que el tercer preso, que era el que iba a caballo, y parecía ser un hombre en la flor de su vida, y de no despreciable calidad.
 
-¡Acércate! -le dijo el capitán.
 
Hízolo, y todos admiraron la nobleza de su porte: tenía, dice Roberto, una mirada que se iba derecha al corazón, y una frente que parecía iluminada.
 
-¿De dónde venías? -preguntó el jefe.
 
-De Sessa.
 
-¿Adónde te dirigías?
 
-A Nápoles, donde resido.
 
-¿En qué te ocupas en aquella ciudad?
 
-Unas veces pienso y otras escribo.
 
-¡Hola!, ¿por ventura eres también poeta?
 
-No hago versos.
 
-¿De qué clase son, pues, tus escritos?
 
-Estudio la ciencia de la legislación, y escribo mis observaciones.
 
-¿Cómo es que viajas tan a la ligera?
 
-Porque así me agrada: soy enemigo del Fausto, y en un viaje prefiero la ligereza a la comodidad.
 
-¿Eso quiere decir que si ahora te vemos con un equipaje poco brillante es por elección y no por necesidad?
 
-Así es.
 
-¿Y que reteniéndote entre nosotros podremos esperar un buen rescate?
 
-Seguramente que mi familia no me dejaría morir por poseer algunos miles de escudos más o menos.
 
-¡Bravo!, eres un hombre franco; así me agrada. ¡Y bien!, ¿querrás comunicarnos algunas de aquellas observaciones que has hecho en el estudio de la legislación?
 
El prisionero sacó un libro en octavo, y dijo presentándolo al jefe:
 
-Éste es el último volumen que he publicado de una obra en que las consigno todas.
 
-¡Veamos!
 
Espatolino abrió aquel libro, y miró rápidamente su portada. Pero, ¡extraño caso!, al punto suelta una exclamación, mira absorto al prisionero, se acerca, dobla la rodilla, y le besa la mano con tanto respeto como un chicuelo a su maestro.
 
Los camaradas abrían tanto ojo y se miraban estupefactos, sin saber qué significaba aquello; pero el capitán se levanta, y ordena que toda la cuadrilla llegue a tributar sus respetos al prisionero. Vacilan los bandidos, que empiezan a sospechar que el capitán se ha vuelto loco; pero indignado éste al notar la poca prisa que se dan en obedecerle, grita con acento y ademán imperioso:
 
-¡Pronto, voto a Baco!, ¡pronto de rodillas delante del ilustre Filangieri!
 
Cuenta Roberto que el célebre legislador permaneció algunas horas con el capitán, que lo colmó de atenciones, y que a todos pareció tan amable, que le vieron partir con pesar. Espatolino le dio escolta hasta las cercanías de Nápoles, y siempre se mantuvo descubierto delante de él. Cuando le hablaba lo hacía con el mayor respeto, y repetidas veces le besó la mano, gritando enseguida: «¡Viva el caballero Gaetano Filangieri! ¡Viva el talento!». Los camaradas no se descuidaban en repetir: «¡Viva!».
 
En fin, cuando algunas semanas después se supo la muerte de aquel grande hombre, asegura Roberto que vio llorar a Espatolino, y que se le oyó exclamar: «Tu libro, genio divino, será inmortal; sobre tu glorioso polvo pasarán las generaciones acatándole, y llegará el día en que esas páginas que legas al porvenir sirvan de base al gran código de la nueva redención».
 
-¡Y bien!, ¿qué pensáis de todo esto, señora capitana?
 
-¡Pienso que aquella alma noble, aquella grande alma de mi esposo, no había sido formada para el crimen; que yo debo redimirla, y que lo haré! ¡Pietro!, pronto rasgará el sol las tinieblas de la noche. La tempestad ha pasado: el tiempo se serena, y es preciso partir.
 
¡Partir!, ¿estáis loca?, ¿y adónde?
 
-A Roma.
 
-¡Glorioso San Estéfano! ¿A Roma decía?
 
-A Roma; allí está Rotoli, y es preciso que le hable.
 
-¿A vuestro tío, señora?, ¿queréis que os eche el guante?
 
-¿Y qué haría con una pobre muchacha deshonrada, perdida?
 
-Vengarse.
 
-No, Pietro; le conozco; soy poca cosa para satisfacerle.
 
-¿Pero qué esperáis de él?
 
-Es codicioso, y le ofreceré diez mil escudos si se encarga de una proposición que quiero hacer al Gobierno.
 
-¡Vos!, ¡una proposición al Gobierno!
 
-Espatolino es muy rico. Tres grandes talegos llenos de luises de oro recibirá el Gobierno si consiente en firmar su indulto. No importa que le destierren de Roma, y aun de toda Italia. Nos iremos a Suiza, y en medio de sus montañas pintorescas viviremos tranquilos y dichosos.
 
-Eso me parece muy bueno; ¿pero ir vos a Roma?
 
-Es preciso; la vieja Lucía, única persona que tenemos en este instante bajo el techo que nos cubre, duerme sin duda.
 
-Como un leño.
 
-Pues bien, es menester aprovechar su sueño; Espatolino vendrá apenas amanezca: que no nos halle aquí.
 
-¡Estáis delirando! Nos alcanzaría, y... ¡pobres de mis huesos!
 
-Tenemos en casa buenos caballos; no nos alcanzará.
 
-Pero si es fuerza que alguien hable al señor Angelo, ¿no vale más que yo me encargue de la comisión, y vos quedéis con vuestro marido?
 
-¿Olvidas que si cayeses en manos de Rotoli irías de seguro al patíbulo?
 
- ¡Madre di Dio!, eso es tan cierto como la existencia del sol.
 
-Pronto aparecerá en el oriente ese astro divino, Pietro, ¡marchemos!
 
-Pero yendo con vos, por fuerza habrá de verme Rotoli.
 
-No, yo sabré evitarlo. Escucha: no iremos desde luego a Roma; mas acaso no haya necesidad de ir nunca. Mi tío puede hablarme en algún lugar de las inmediaciones, y espero que todo se arreglará a satisfacción.
 
-Siendo así... pero...
 
-¡Pietro!, ¡un cruel presentimiento me advierte que si no hago lo que el cielo me ordena, Espatolino perecerá muy presto en el patíbulo!
 
-¡Dios mío! -dijo Pietro temblando.
 
-Y sobre tu conciencia caerá la responsabilidad de tan enorme desgracia. ¡Tú serás quien le habrás cerrado las puertas del arrepentimiento y la expiación!... Tú quien...
 
-¡Basta, mi capitana, basta! Estoy pronto a obedeceros.
 
-Los caballos.
 
-Pensad en que es endemoniado ese camino, y con la oscuridad de la noche...
 
-¡Dios nos guiará!
 
-¡Sea!
 
La joven escribe estas líneas en un pliego de papel, mientras Pietro dispone la marcha.
 
«Me has jurado abandonar la carrera del crimen y quiero alcanzar tu perdón; sin embargo, para no descubrir el lugar de tu retiro antes de obtenerlo, me alejo de ti por algunos días. Entablaré mis negociaciones con el Gobierno desde Gensano, la Riccia, Albano o cualquiera otra población de las cercanías de Roma; y si fuese preciso iré a la misma Roma. Nada temas, pues suceda lo que sucediere no correrás el menor peligro por mi imprudencia».
 
Cinco minutos después los aullidos de Rotolini, a quien dejaron encerrado los fugitivos, hicieron despertar a la vieja Lucía. Oyó el galope de los caballos y dijo:
 
-Ya vuelve el capitán; ese holgazán de Pietro le abrirá, pues para nada más puede servir.
 
Dio una media vuelta en su jergón y volvió a dormirse profundamente.
 
 
 
 
Continuará…

Notas de la Autora:
1 Somma es el nombre que dan a una escarpada montaña que hay entre Terni y Spoleti.
2 El carlino es una moneda napolitana que equivale, con corta diferencia, a un real de vellón.
3 El cavalli es una moneda muy ínfima.
4 Puzzaro es el nombre que dan en Nápoles a los que excavan la tierra para los pozos, cisternas, etc.

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