abril 16, 2013

ESPATOLINO (IV)

Dos de los más de mil retratos posibles que se hacían de Espatolino por aldeas y caminos de toda Italia.


Pacto, delación y engaño

-IV-

Arturo de Dainville, enteramente abrumado del pesar de haber perdido a su amada, y ocupado en imaginar medios de encontrarla, no había vuelto a pensar en Pietro, que abandonado al vengativo y pérfido Rotoli, activo y fecundo en recursos para perderle, supo agravar su causa con los malos antecedentes que prestó a la reciente culpa del reo.

La confesión que éste hizo delante de los jueces, tan completa como la que antes pronunció en presencia del coronel, hacía innecesarias mayores pruebas que las que arrojaba naturalmente el proceso, y resultando plenamente convicto y confeso del crimen de complicidad con el terrible bandido, se halló en uno de los casos comprendidos en un bando publicado pocas semanas antes, y por el cual se imponía pena de muerte a cualquiera persona que mantuviese comunicación o diese asilo a los individuos que componían aquella feroz cuadrilla, que era, hacía veinte años, el espanto de Italia.

Al mismo tiempo se ofrecía una suma considerable a quien entregase a Espatolino o diese aviso cierto de su paradero, asegurando un completo indulto si el que prestaba este servicio a la humanidad era alguno de los cómplices de aquel sanguinario jefe.

Los medios prodigiosos porque había sabido libertarse repetidas veces de riesgos inminentes, burlando las más eficaces medidas del Gobierno, interesado en salvar de aquel azote a las provincias regidas por él, habían contribuido a irritar más los ánimos, haciendo que el Gobierno considerase como punto de honor el acabar pronto con aquella horda asoladora, cuya audacia se hacía mayor con la impunidad.

El terror que infundía en los propietarios de los pueblos pequeños el nombre de Espatolino era tan poderoso, que muchos de los más ricos habían aceptado la imposición de considerables contribuciones que le pagaban exactamente, dándose por dichosos con verse por este medio a salvo de mayores males; pero el bandido, cumpliendo con religiosidad sus convenios, respetaba las posesiones de todos aquéllos que voluntariamente le rendían tributo.

Algunos señores napolitanos que poseían fincas rurales eran acusados también por la voz pública de prestar protección al bandido, por el interés de verse libres de sus atrevidas agresiones. Decíase, en fin, generalmente, que la cuadrilla homicida contaba con importantes auxiliares dentro de las principales ciudades, y que ejercía una especie de soberanía en las poblaciones secundarias; donde solía detenerse semanas enteras sin hallar una voz que le denunciase, ni un vecino que le negase albergue en caso de necesidad. Se aseguraba, bien que no hubiera podido probarse hasta entonces, que el mismo Espatolino tenía arrendadas por segunda mano casas de buenas apariencias en varias ciudades, que ocupaban personas de su devoción, a las que pagaba generosamente, y que en ellas se hospedaba cuando lo tenía a bien, a veces sigilosamente, a veces sin ningún misterio, pasando tan pronto por un mercader extranjero como por un príncipe italiano.

Para que tales rasgos de incomparable osadía no fuesen rechazados por increíbles, los que divulgaban aquellas voces se manifestaban persuadidos de que no hacía falta a Espatolino quien le proporcionase fingidos pasaportes y otros medios de engaño, y que en cada ciudad, villa y aldea existía alguna fonda en la que era recibido siempre con afectada o verdadera alegría, y agentes que pagaba para que velasen por su seguridad; la que era tanto más posible, cuanto que, según la notable variedad de los retratos que se hacían de él, era muy difícil poder saber con exactitud las señas de su persona. Los mismos que habían sido sus víctimas estaban discordes al pintarle. Un gran señor, a quien habían asaltado en el camino de Lagonero a Chiaramonte, y al que robaron todo su equipaje después de matarle dos criados que intentaron resistir, aseguraba haber visto cara a cara al famoso bandolero, y que conservaba distintamente en la memoria su cuerpo pequeño, pero robusto; su cabeza erizada de pelos rojos ásperos; sus ojos sangrientos; su nariz roma, y su tez encendida como el fuego.

Un fabricante de Torre della Nunziata, cuya casa fue escalada en mitad de la noche con imponderable temeridad, negaba que el robo que le habían hecho hubiese sido ejecutado, como creían sus paisanos, por ladrones de la población, y decía haber oído a uno de los agresores pronunciar el nombre de Espatolino, en el momento que, cayéndose la máscara que llevaba puesta aquel jefe de facinerosos, dejó ver su descarnado y amarillo rostro lleno de cicatrices, y afeado aún más por una grandísima nariz curva y unos ojos bizcos de siniestro mirar. El horrible personaje, según la aseveración del fabricante, era de colosal estatura, flaco y nervioso, con unas manos descomunales y una voz que se parecía a los bramidos del Vesubio al tiempo de su erupción. Por último, un aceitero de Massa, que fue despojado ingeniosamente del producto de su cosecha, desmentía a los anteriores, y juraba por su alma que Espatolino era un hombre negro como un etíope, de nariz recta y ancha, boca de abismo, ojos pequeños y torvos, pelo negro y crespo, largo de piernas, corto de talle, y más bien grueso que delgado.

Entre tantas contradicciones nadie podía averiguar las verdaderas facciones del bandido, pues los que efectivamente le conocían eran los únicos que no hacían alarde de aquella ventaja.

Aunque el Gobierno no desestimase los rumores públicos, le había sido imposible hasta entonces convencerse de su verdad ni lograr indicios tan vehementes que le autorizasen a proceder contra ninguna de las personas que parecían sospechosas. Limitose, pues, a redoblar las diligencias que podían proporcionarle datos más positivos respecto a los reos de aquella misteriosa y extensa complicidad, despertando la codicia y excitando el terror por medio del bando de que hemos hecho referencia antes, y el cual era una circunstancia fatal para el hijo de Giuseppe. Los jueces, que anhelaban la ocasión de imponer un ejemplar castigo que sirviese de escarmiento a los agentes secretos de Espatolino, no podían despreciar la que entonces se les presentaba, y el infeliz joven, víctima de la conveniencia pública, fue juzgado con un rigor que hace gemir la humanidad. La sentencia se pronunció, y aquella sentencia fue la de muerte.

El día en que tan tremendo fallo se notificó al reo, estaba solo y triste en su casa el coronel Arturo de Dainville. Nada sabía del preso; nada había hecho en su favor ni en su daño; y Rotoli, que conocía su carácter generoso, aunque irascible, se guardó bien de noticiarle la suerte del infeliz Pietro, por temor de que interesándose por él pudiese robarle la completa satisfacción de su implacable venganza.

Arturo, pues, ignorante del resultado del juicio, y sintiendo más que nunca la fuerza de su amorosa inclinación, acaso por lo mismo que consideraba más difícil la oportunidad de satisfacerla, vivía abismado en sus recuerdos. Eran las seis de la tarde del día en que había entrado el reo en capilla, y mientras Rotoli, seguro de su triunfo, rondaba por las inmediaciones de la sombría morada, como el ave carnívora que acecha el cadáver en que espera cebarse, Arturo, que le había esperado vanamente toda la tarde, se había echado con abatimiento en un sofá, abandonándose a sus melancólicas ideas.

«¿Qué sería de Anunziata? ¿En poder de qué desalmado gemiría cautiva la tierna doncella por cuya posesión hubiera dado diez años de su vida? ¡Ay!, acaso aquella esquiva hermosura que había resistido a las seducciones de su ardiente amor, sería en aquel instante juguete mísero de los brutales antojos de un infame raptor».

Así discurría, Arturo, y así hubiera continuado discurriendo, si no le hubiese sacado de su amarga cavilación uno de sus asistentes que entró a decirle que una joven que parecía poseída de la más profunda aflicción pedía ansiosamente se dignase el coronel escucharla un instante.

Arturo tembló: una mujer que llegaba a él en el momento en que pensaba más tiernamente en la que amaba, no podía encontrarle frío ni severo.

Era joven, era francés, la galantería no le abandonaba ni aun en los momentos más solemnes de su vida, y además una esperanza vaga, insensata, pero lisonjera, atravesó rápidamente por su imaginación. «¿Si Anunziata, escapando de su cautiverio, vendría a pedirle protección?».




-Que entre al momento esa joven -dijo, y se levantó para recibirla palpitándole el corazón.

La puerta dio paso un minuto después a una muchacha de 24 años, desgreñada y casi andrajosa, que se arrojó a sus pies levantando hacia él su rostro macilento y ajado, en que se veían impresas la desventura y la miseria.

El coronel suspiró al ver desvanecida su fugitiva ilusión, pero conmovido al aspecto de la infeliz criatura, que abrazaba sus rodillas con un ardor convulsivo, la levantó cariñosamente y la mandó sentar.

-No, ilustre caballero -dijo ella-, no merece esta desventurada ocupar una silla en vuestra casa; pero tened piedad de mí, de mi anciano padre que va a morir de dolor y vergüenza.

-¿Quién es tu padre y en qué puedo serviros?

-Mi padre se llama Giuseppe Biollecare -contestó ella con desmayada voz-, y yo soy su hija María, hermana de Pietro a quien conoce vuestra excelencia, y que fue preso, según se dice, por su orden.

-María -repuso Arturo-, tu hermano es reo de un delito en el cual nada tengo que ver; pero, ¿qué es lo que pides? ¿Qué quieres de mí?

-¡Ay, señor! -exclamó la joven volviendo a arrodillarse-, ¡salvadle! ¡Salvadle por amor de Dios! Os ha engañado el perverso Rotoli si os ha dicho que Pietro es un mal hombre. Sabed, señor excelentísimo, que teníamos un pariente que poseía algunos bienes, y aunque era tan avaro que nada nos daba para aliviar nuestra triste situación, nos había ofrecido que nombraría a Pietro su heredero para después de sus días. El pérfido Angelo logró perder al pobre mozo, calumniándole con aquel viejo de quien todo lo esperaba, y para lograr más fácilmente su perverso designio, fingió compadecerse de nosotros, y se llevó a su casa a mi crédulo hermano. Con este rasgo de caridad deslumbró a nuestro pariente y logró mayor crédito, cuando, realizando algún tiempo después su infernal pensamiento, le acusó de ladrón y de otros vicios detestables. Su maldad llegó hasta el extremo de haberle supuesto la intención diabólica de envenenar al viejo avaro a quien esperaba heredar, y aunque todas sus acusaciones carecían de fundamento y apoyo, consiguió perder a su víctima en el concepto de aquél. Por tales medios obtuvo la herencia que estaba destinada a Pietro, y echándola luego de generoso, volvió a llamarle a su casa, teniendo el talento de persuadirle que no había contribuido a su desgracia, y que deseaba proporcionarle una colocación ventajosa. Seducido por estas promesas, y tan sencillo que dio valor a su astuta justificación, Pietro, olvidando lo pasado, se dedicó ciegamente al monstruo con la fidelidad de un perro.

Pero ¿sabéis qué interés tenía Rotoli en recobrar su amistad? Pues no era otro que el de servirse de él en sus comunicaciones con los bandidos, porque conocía la reserva excesiva de mi hermano, y confiaba mucho en la influencia que ejercía en su espíritu. En efecto, señor, él fue causa de que viese a Espatolino y se deslumbrase con sus fatales promesas; él quien le abrió una senda de perdición; quien supo mantenerle en aquellas malas ideas... hasta que nuevamente ofendido y sintiendo despertar en su pecho su antigua probidad, se resolvió a abandonar aquella casa peligrosa y a confiaros reservadamente las relaciones secretas con que estaban ligados el agente de policía y el bandido. ¡Dichoso él si después de tan honrada determinación hubiese olvidado la existencia del funesto personaje que le había hecho conocer Rotoli! ¡Pero la miseria!... ¡el hambre!... ¡el demonio de la tentación!... Señor excelentísimo, un momento bastó para que Pietro, acosado por la desgracia y recordando las proposiciones del bandido, sucumbiese miserablemente y se hiciese reo de aquel mismo crimen que dos días antes había denunciado en otro. Pero, señor, sus manos no han derramado la sangre del prójimo; ningún robo ha cometido todavía; la intención solamente es su delito, ¿y habrá de ser juzgado sin misericordia?

-No lo será, María, no lo será -dijo enternecido Dainville-, su castigo no pasará de una corrección, y yo cuidaré de proporcionar a tu padre los medios de ganar con qué vivir honradamente en lo sucesivo.

-¡Una corrección! -exclamó la doncella-, ¿pues qué, señor excelentísimo, estáis seguro de que se revocará la terrible sentencia?

-¿Qué sentencia? -preguntó el coronel-, ¿ha sido por ventura pronunciada alguna?

-¡La de muerte, señor, la de muerte! -dijo con voz profunda la infeliz.

-No es posible -respondió estremeciéndose Arturo.

-Señor, el reo está en capilla.

-Es cosa horrible ciertamente -añadió el coronel paseándose agitado-, yo no debí olvidar aquel desdichado. Rotoli no perdona nunca, tiene un alma de tigre.

María le seguía con las manos juntas y con el rostro desencajado.

-Pero vuestra excelencia le salvará, ¿no es cierto, señor coronel? Vuestra excelencia tiene un buen corazón, pues bien veo que se ha conmovido al oírme.

-María -dijo Arturo deteniéndose de pronto-, ¿estás bien segura de que aquella cruel sentencia ha sido ya notificada al reo?

-Sí, señor; y aunque le dieron esperanzas de salvación si declaraba cuál era el paraje en que había ofrecido Espatolino esperarle, se ha negado a decirlo, ni nada absolutamente que pudiera perjudicar a otro. Sólo acusó a Rotoli quejándose de sus muchas perfidias; pero no ha podido presentar pruebas, y el agente ha logrado entero crédito al asegurar que mi pobre hermano le calumniaba por el bárbaro deseo de perderle, castigándole por la preferencia que hizo de él en su testamento nuestro mencionado pariente. Otras muchas cosas ha dicho para probar su inocencia y recriminar a Pietro, el cual bien pudiera haber llamado a vuestra excelencia por testigo respecto a una carta de Angelo a Espatolino, que el astuto agente logró arrancarle no sé por qué medios; ¡pero como se dice que vuestra excelencia protege a Anunziata!... ¡Como mi pobre hermano cree que es vuestra excelencia su mayor enemigo y el más empeñado en su pérdida!... Yo no lo pienso así, no señor, he conocido ya que sois muy bueno, y todo lo espero de vos.

-¡Malvado Rotoli! -dijo Arturo después de un instante de reflexión-, en efecto, pudiera hacerle mucho daño con mis declaraciones; pero ¿se salvaría Pietro?... ¡No!, su enemigo sería partícipe de su suerte, pero aquélla no cambiaría.

-¡Y qué, señor! -exclamó con angustia la joven-, ¿no me ofrecéis salvarle?

-¿Cómo podría cumplirlo? -respondió el coronel-. Los jueces que tan dura sentencia han pronunciado, ¿consentirían en revocarla?

-Dicen que se publicó un bando que condenaba a muerte a todos los que tuviesen relaciones con los bandidos; ¡pero son tantos, señor excelentísimo, son tantos los reos!... ¿Por qué ha de ser Pietro el único castigado?

-Es el único convicto y confeso -respondió Arturo-; la sentencia es cruel, pero no injusta.

-¡Que no es injusta! -gritó María torciéndose los brazos-. Así, pues, ¡no hay remedio!, ¡no hay misericordia!, ¡morirá en la horca! ¡Padre mío!, ¡padre desdichado!, ¿por qué no eres ya pasto de los gusanos? ¿Te ha conservado Dios la vida para que la vieses deshonrada? ¡La horca! ¡Oh, Dios mío!, ¡la horca!

Y la infeliz se arrancaba los cabellos con sus convulsas manos.

Arturo, penetrado de lástima, se paseaba agitado, buscando en su imaginación recursos para salvar al reo; pero ninguno hallaba. María acababa de recordarle el funesto bando y comprendía la conveniencia de un castigo severo en un crimen que iba haciéndose tan extenso, y que había estado por tanto tiempo impune.

-¿Nada me decís? -exclamó María con profunda desesperación.

-Vuelve al lado de tu anciano padre -contestó Arturo conduciéndola por la mano hasta la puerta del aposento-, y procura alentarle en tan tremendo golpe. Nada puedo prometerte respecto a tu hermano; pero yo le reemplazaré, y tu padre pasará cómodamente los últimos días de su vida.

Apartose de ella conmovido, y María nada le contestó. Su dolor había tomado un aspecto sombrío: gemidos sordos salían de su pecho, y sus ojos hundidos tenían la expresión de la demencia. Estuvo un instante inmóvil en el sitio en que la dejara Arturo, y después salió de la casa con pasos rápidos y desiguales, articulando con acento ronco y lúgubre:

-¡No, no le veré yo morir en la horca!

Dainville se sentía enteramente trastornado: la triste escena que acababa de pasar a su vista le afectaba dolorosamente. Por espacio de una hora se paseó por su habitación con aire pensativo y agitado; luego abrió una ventana, respiró con avidez el ambiente de la noche, y sintió el deseo de salir a la vecina plaza para pasearse al aire libre: su cabeza ardía y su pecho estaba oprimido.

Vistiose apresuradamente, tomó su sombrero y salió del aposento; pero en el instante en que atravesaba una larga sala que conducía al recibimiento oyó la voz de su asistente que porfiaba negando la entrada a alguno que se empeñaba en verle.

-Decid quién sois o marchaos -repetía por tercera vez el criado-. El amo no recibe gentes desconocidas.

-¡Y qué! -respondió una voz trémula y algo cascada-, ¿arrojaréis con tanta dureza a un infeliz anciano que no pide sino ser escuchado un breve instante? Vuestro amo será más compasivo, andad y decidle que este viejo afligido le pide permiso para hablarle.

-Vuestro nombre -volvió a preguntar el asistente.

El anciano vaciló un momento y dijo por último con acento doloroso:

-Giuseppe Biollecare.

-¡Dejadle entrar! -gritó Arturo, y salió a recibir al desventurado padre.

Aunque estaba la sala poco alumbrada, es indecible el efecto que produjo en el coronel la vista de aquel anciano. Su majestuosa talla estaba encorvada por los años; su cabeza, cubierta por una cabellera de plata, contrastaba con sus ojos, negros como el azabache y animados con toda la sublime elocuencia del padre que va a abogar por la vida de su hijo. Su tez era tan blanca como la luenga barba que adornaba la parte inferior de su rostro aguileño, pero veíase surcada por profundas arrugas y una aureola morada se distinguía perfectamente alrededor de sus ojos. Eran vacilantes sus pasos, y sus manos trémulas se crispaban apretando el báculo que le servía de apoyo.


Aun aprendo, dibujo de Francisco de Goya. Lápiz sobre papel, 192 X 145 mm. Museo Nacional del Prado.

-Bienvenido seáis, señor Giuseppe -dijo Arturo presentándole una silla.

-Quisiera hablaros a solas, señor coronel -contestó el anciano.

Presentole su brazo Dainville para que se apoyara y le condujo al aposento en que dos horas antes había presenciado la amarga aflicción de su hija. Hízole sentar y puesto a su lado tomó la palabra diciéndole:

-Sé a lo que venís, señor Giuseppe, y deseo con el mayor ardor serviros, aunque creo imposible lo que deseáis. No me dirijáis súplicas que me partirían el corazón y que serían sin embargo pérdidas; pero disponed de mí como de un hijo y llorad en mi seno vuestra desgracia: mis lágrimas se unirán a las que derraméis.

-No vengo a pediros lo que habéis ya rehusado a mi hija -dijo el anciano con tristeza, pero sin debilidad-, no vengo a conmover vuestro pecho con el espectáculo de mi desventura, sino a haceros una proposición admisible y ventajosa.

Dainville le miró sorprendido. Giuseppe prosiguió:

Se ha publicado un bando declarando reo de pena capital a quien dé asilo al feroz Espatolino, le ocultó, le trate; pero se han ofrecido recompensas a los que le entreguen o faciliten los medios de capturarle.

-Es verdad -dijo Arturo.

-También se expresó en dicho bando -añadió el anciano-, que si otro ladrón, aunque fuese de los mismos de su cuadrilla, le entregaba o daba aviso cierto de paradero, de manera que pudiese verificarse su captura, sería indultado completamente.

-Así es buen anciano; pero ¿qué esperanzas fundáis en aquellas promesas? ¿Ignoráis que Pietro ha rehusado toda revelación que pudiera perjudicar al bandido?

-Lo sé, señor Arturo, pero si mi hija calla, yo puedo hablar. Sabed que aunque inocente de la locura de Pietro, el cielo que vela por los infelices y envía milagrosos auxilios a los que le imploran con ardiente fe, me ha proporcionado un descubrimiento importante que puede salvar a mi hijo.

Arturo aproximó su silla a la de Giuseppe: la más profunda atención y la curiosidad más viva se veían pintadas en su semblante.

Sé dónde se encuentra en este momento el terrible bandolero -dijo el anciano-, si pronuncio una palabra, dentro de diez minutos estará en el lugar que ahora ocupa mi hijo. Informad de ello al Gobierno, decidle que me conceda la absolución de Pietro y que sabrán por mí el paraje en que se encuentra ahora mismo el azote de Italia.

-¡Es posible! -exclamó con asombro Dainville.

-Es tan cierto como la existencia de un Dios -respondió el anciano con tono solemne.

-¿Sabéis dónde está ese malhechor famoso?, ¿decís que puede ser capturado sin demora?

-Digo que está tan cerca, señor Dainville, que diez minutos después que yo haya revelado el lugar en que se encuentra, podréis decir con verdad: «Lo he visto».

-Yo os felicito con todo mi corazón. Vuestro hijo será salvado, pues no me cabe duda en que su indulto os será concedido en premio de tan importante servicio. Voy a comunicar al Gobierno vuestra declaración.

-Antes de que me hagáis esa merced -repuso Giuseppe-, escuchad las condiciones que exijo. No me fío de nadie, señor Arturo: los que como yo han vivido setenta y cuatro años en este mísero mundo, no tienen fe sino en Dios. No me basta tampoco ver yo mismo su indulto firmado por el rey: es preciso que Pietro sea puesto en libertad, y nada revelaré hasta que no hayan pasado dos horas cabales de su salida de la cárcel; porque si aún estuviese al alcance de la justicia, bien pudiera suceder que le echasen el guante, y que pereciese Espatolino sin salvarse Pietro. El Gobierno francés no perdería nunca a un italiano: somos hijos de país conquistado, señor Arturo.

-La desconfianza que expresáis -dijo el coronel-, sólo puede hallar disculpa en la amargura de vuestra situación: sois padre, señor Giuseppe, y teméis por la vida de vuestro hijo. Esto únicamente hace perdonable la injusticia de una sospecha tan ofensiva al Gobierno francés. ¿Pero no habéis pensado, pobre anciano, que es imposible que sin otra garantía que vuestra palabra se ponga en libertad al reo?

-Yo prestaré otras -respondió Giuseppe.

-¿Cuáles?

-Mi hija María y yo seremos encerrados en un calabozo, y si pasadas dos horas de la libertad de Pietro no sabéis por mí de un modo terminante y positivo dónde está el capitán de los bandidos... Más digo, si no lo habéis visto ya con vuestros ojos, y tocado con vuestra mano, mi cabeza y la de mi hija responden por la de Pietro. No creo que el Gobierno conceptúe escasa semejante garantía, pues aunque me haga la justicia de creer que daría mi vida por la del reo, no podrá sospechar que salvase un hijo culpable sacrificando una hija inocente. En cuanto a mí, sé que cumpliendo el empeño contraído nada tengo que temer; pero perdonad la suspicacia de un viejo; no tengo igual confianza respecto a Pietro, porque sé que es culpable y que el Gobierno francés no perdona nunca.

-Pero no es pérfido ni traidor, señor Biollecare -dijo con calor Arturo-. Si firmara el indulto del reo, ¿suponéis que fuese capaz de revocarlo vilmente después de aprovecharse de vuestras revelaciones?

-Todo lo creo posible en este triste mundo, señor Dainville; ¡he visto tantas iniquidades! Yo desconfiaría de la misma madre que me llevó en sus entrañas.

-Por ultrajante que sea vuestra sospecha, os prometo que hablaré con el mayor empeño para que se acepten vuestras extrañas condiciones. Id con Dios, señor Giuseppe, y esperad las órdenes del Gobierno.

-Os advierto, señor Arturo, que si he de responder de Espatolino; si se desea prenderle, es forzosa la actividad; sé positivamente dónde estará dentro de cuatro horas y aun dentro de seis; pero si se pasa la noche, todo será inútil, pues no puedo asegurar dónde estará mañana.

-¿Y decís que se halla dentro de Nápoles?

-Sí, señor.

-¿Y aseguráis que será encontrado?

-Os he dicho, noble caballero, que podréis verle con vuestros ojos como me estáis mirando. Si se escapa no será culpa mía, pues todo lo que puede exigírseme es que lo presente; que diga: «¡Aquél es!».

-¿Y lo haréis?

-Lo juro -dijo Giuseppe con acento grave y con la mano derecha puesta sobre el corazón.

-¿Vuestra morada?

-Aquí tenéis las señas.

-¡Bien! Volveos a ella, y aguardad la resolución del Gobierno.

-Si acepta mis condiciones, decidle, señor coronel, que envíe los gendarmes al instante para que me conduzcan con mi hija al calabozo que se me señale, y que dos horas después de que me hayan entregado algunas líneas de la mano de Pietro en que me diga: «Salgo ya libre», me vayan a buscar y me presenten a quien quieran. Diré dónde se halla Espatolino; pero no existen tormentos o suplicios que antes de pasadas las dichas horas logren arrancarme una sola palabra.

-Bien, buen anciano, adiós.

-Aguardad, señor coronel; para que vuestras diligencias en favor de mi hijo sean más eficaces, y para que alcancéis la recompensa de ellas, debo deciros dos palabras más.

-¿Cuáles son?

-Sé que amáis a la sobrina de Angelo Rotoli y que un infame os la ha arrebatado, en el momento en que su tío os aseguraba más sinceramente de su cariño.

-¿Quién os ha dicho?... -exclamó con nueva sorpresa el coronel.

-Eso no os importa, pero sí el saber que conozco al robador de Anunziata, y que declararé dónde la guardaba anoche.

-¿Tienes acaso pacto con el demonio?

-Dios, señor excelentísimo, Dios y no el diablo es quien acude al socorro de un padre desventurado, que con lágrimas de sangre le implora en el día de la tribulación. ¡Bendita sea su misericordia!

Y cruzados los brazos sobre el pecho y los ojos levantados al cielo, el rostro de aquel viejo presentó en aquel instante una expresión sublime. Un rayo de luz que hería su nevada cabeza resbalaba sobre su frente ancha y majestuosa, y podría creerse que era como reflejo brillante del pensamiento de religiosa fe que embargaba entonces todas sus potencias.

Dainville se inclinó con involuntario respeto ante aquella figura grave y melancólica.

-Padre mío -le dijo, apretando su mano-, sois sin duda un justo, pues hay en vuestro rostro un sello divino que no he visto jamás en ningún mortal. Sí, Dios os ha revelado todos los secretos que deben salvar a un pecador arrepentido y a una mujer inocente que se halla en las garras del vicio. Dios os ha escogido también para libertar a vuestra patria del monstruo que la ensangrienta con sus crímenes. Id tranquilo, y permitid que imprima mis labios en vuestra digna mano.

Giuseppe alargó su diestra, y respondió conmovido:

-Que el cielo os haga más dichoso que a mí, joven guerrero, y que cuando el hielo de la vejez cubra vuestra cabeza, aún arda en vuestro corazón, como en el mío, el santo fuego de la fe.

Salió con paso trémulo, y Arturo salió también un minuto después para comunicar al Gobierno cuanto le había dicho el padre del reo.





Continuará…

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