abril 14, 2013

ESPATOLINO (III)



El secreto de Espatolino


-III-

Era una noche de las más poéticas que pueden gozarse en la hermosa Parténope. Una de aquellas noches en las que el pensamiento no se eleva al cielo, porque lo encuentra en la tierra; en que el placer físico que producen la calma, el claroscuro, los perfumes, la suavidad del ambiente, la belleza apacible de la naturaleza en reposo, nos apegan al suelo sin oprimirnos ni esclavizarnos; permitiendo al espíritu y a la materia asociarse más estrechamente, confundirse por completo para gozar de la vida en toda su plenitud. Una de aquellas noches, en fin, en las que se siente una comunión de amor entre el cielo y la tierra, y parece que circulan por el aire suspiros de deseos y palabras de esperanzas.

La luna acababa de aparecer: todo estaba tranquilo en las pintorescas riberas del golfo de Puzzoli [Pozzuoli], y la linda ciudad parecía dormida al blando murmullo de las sosegadas olas. Sin embargo, aún era bastante temprano para que las personas más aficionadas a los encantos de la naturaleza que a los atractivos de la sociedad pudiesen salir de sus casas y pasearse por la playa, disfrutando a un mismo tiempo de la vista de la tierra, del firmamento y del mar.

Las almas entusiastas en quienes nunca se debilita el prestigio de los grandes nombres, por más que caiga sobre su memoria el polvo de los siglos, se dirigirían sin duda con preferencia al lugar en que se ven todavía las venerandas minas de la casa de campo de Cicerón; mientras otras más filosóficas irían a meditar sobre las locuras del orgullo humano cerca de los miserables restos de aquel famoso puente de Calígula, origen de tantos desastres.

Nosotros, empero, no nos detendremos en éste ni en aquel sitio: veremos pasar las barquillas que en diversas direcciones se deslizan por el azulado golfo, sin parar en ellas la atención, y entablaremos conocimiento con dos personas que han llegado, costeando, al monte nuevo, local del antiguo lago de Lucrino.

Son nuestros personajes un hombre y una mujer, que se pasean asidos del brazo y gozando con embeleso, según parece, de los encantos de tan serena noche. Ningún camino puede ser largo para gentes que se muestran tan complacidas de andar juntas, de admirar juntas, y de juntas detenerse para expresar sus sentimientos bajo la espléndida bóveda de aquel hermoso cielo, con miradas de placer y palabras de ternura.

El paraje en que se hallan no les parece, sin embargo, digno teatro de su mutua felicidad, pues desviándose de sus moles de piedra van siguiendo despacio la ruta que conduce a aquel lago célebre, consagrado por los antiguos a los dioses del infierno, pero que en nuestros días no sería indigno asilo de divinidades más benignas. El averno se ha trasformado completa y ventajosamente; sus umbrías y deliciosas orillas, que conservaron por mucho tiempo fama de mortíferas, atraen hoy, con la benéfica suavidad de su ambiente, al poeta que acude buscando inspiraciones y al pescador que nunca se aleja descontento de ellas.

Los dos personajes que habían tomado aquella senda, iban entretenidos en grato coloquio; mas antes de instruir al lector de su conversación, podemos hacer en pocas pinceladas el retrato de ambos.
Era él de aventajada talla, y su ferreruelo azul no impedía se echasen de ver las buenas proporciones de su cuerpo. Su traje, según podía inferirse de la parte visible, no se diferenciaba mucho del común de los marineros; pero veíase brillar en su cintura un primoroso puñal, de empuñadura de oro. Llevaba en la cabeza una gorra de paño que apenas coronaba su profusa cabellera negra, que sombreando una frente anchurosa y grave, templaba la fogosidad de sus grandes ojos de color indefinible.

A la luz del día se hubieran notado en el semblante de aquel hombre las huellas que imprimen los años y las desventuras; pues aun visto con la favorable claridad de la luna podía advertirse que sus varoniles facciones carecían ya de aquella frescura intacta de la primera juventud, y que había en su fisonomía un no sé qué de triste y austero, que hacía nacer la idea de que no se albergaban en su alma afectos dulces y recuerdos gratos, que pudiera el rostro reflejar.

Con todo, en el momento que hemos escogido para pintarle era evidente que le animaban sentimientos tiernos, pues su brazo derecho apretaba suavemente el izquierdo de su compañera, y apartándole con la otra mano los rizos que la brisa la arrojaba al rostro, parecía embelesado en la contemplación de sus facciones, alumbradas por aquel astro tan propicio a la hermosura. La de aquella mujer no era, sin embargo, de primer orden, aunque hubiese mil gracias en su figura meridional, no menos voluptuosa que expresiva. Sus años no podían exceder de veinte, y su vestido era el mismo de las aldeanas de Portici, aunque de tela superior.

Un hermoso perro maltés seguía a esta desconocida pareja, cuyo coloquio cobraba mayor animación a medida que se prolongaba.



-Hace dos horas -decía el hombre-, que me diriges, entre las más lisonjeras protestas de cariño, palabras oscuras y tristes que en balde me afano por comprender. Explícate, Anunziata; ¿qué quieres decir con esos acentos melancólicos lanzados en medio de nuestra felicidad?

Su voz, aunque llena y varonil, se prestaba sin esfuerzo a las más dulces inflexiones de su lengua musical. La joven respondió:

-No quiero negarte por más tiempo, Giuliano, que un pesar invencible me oprime en estas horas de delicias.

-¡Un pesar!, ¡tú, mi Anunziata!, ¡tú, mi ángel!

-Me amas y te idolatro -repuso ella-; pero cuando consentí en huir contigo de la casa de mi tío, pensaba que tu nacimiento oscuro y tu pobreza extrema serían un obstáculo a nuestra unión, recelando que Rotoli nos negase su consentimiento.

-Es verdad.

-Me habías dicho que eras un pescador de estas riberas y te creí, Giuliano.

-Y bien, Anunziata, ¿te arrepientes acaso?

-¡Ah ingrato! -dijo ella-, ¿por qué me engañaste?

Un ligero temblor agitó el brazo en que se apoyaba la sobrina de Rotoli. «¡Anunziata!», fue lo que pudo articular su amante, y en tono en verdad más desabrido que apacible.

-Un pescador que vive de su humilde oficio -continuó ella-, no prodiga el oro como te he visto hacerlo; no se alberga en casas como la que ocupamos en Puzzoli; no es acatado en las fondas en que descansa como tú lo fuiste en Resina... En fin, Giuliano, sé que este nombre que te doy no es el tuyo.

-¡No es el mío! -repitió con voz alterada su interlocutor.

-Esta mañana el hombre que se dice dueño de la casa que habitamos creyó que estaba sólo contigo, y deponiendo al punto la fingida familiaridad con que te trata en mi presencia, te habló con respeto y articuló un nombre que no fue Giuliano.

-¿Cuál fue, pues, desdichada?

Esta exclamación se hizo en un tono que amedrentó a la doncella.

-¡Santísima Madonna!, ¿qué tienes, querido mío? Me causas miedo.

Sacudió la cabeza el hombre y se mordió los labios, como si experimentase a la vez un aumento de impaciencia y el deseo de moderarla.

-¿Dices que no es mi nombre Giuliano? -pronunció suavizando su acento-. ¡Bien! ¿Cuál es, pues, el nombre que escuchaste?

-No le oí -respondió ella-, porque hiciste un gesto por el cual comprendió el otro que yo estaba cerca, y la prisa que se dio en llamarte Giuliano me hizo conocer que habías ahogado en sus labios el nombre verdadero que iba a proferir.

-¿Y es el nombre lo que ama en mí la sobrina de Rotoli? -dijo con agitación Giuliano.

-No por cierto; pero te amé con un nombre humilde: te amé pescador y pobre, y temo que tu posición en el mundo sea distinta de la que aparentabas.

-¡Mi posición en el mundo!, ¿y qué te importa?, ¿qué tienes que ver con ella?

-¿Qué me importa? ¡Pues qué!, ¿no me juraste hace cuatro días, al sacarme de la morada de mi tío, que serías mi legítimo esposo? Y si eres un rico caballero, ¿querrás unirte a una pobre doncella desvalida, sin bienes, sin nobleza... sin nada, Giuliano?, ¿ni aun una madre que la acoja en su seno cuando tú la deseches del tuyo?

Al terminar estas palabras prorrumpió en amarguísimo llanto, y conmovido su amante, la ciñó con sus brazos y la dijo:

-Escucha, Anunziata: sea el más poderoso monarca del orbe, o el más despreciable mendigo, soy tuyo para siempre. Pronto iremos a una ciudad en la cual podré recibir tus promesas al pie del altar, y desde este momento yo te juro por ti, a quien adoro sobre todas las cosas, que tu voluntad solamente tendrá el poder de separarnos.

La joven le miraba sin pestañear con sus grandes ojos húmedos todavía, reteniendo sus sollozos para no perder una sílaba de aquellas palabras halagüeñas que llegaron todas a su corazón.

-No mientes ahora -dijo-, no se acompañan con ese acento y esa mirada las mentiras que Dios aborrece. ¡Esposo mío!, yo te creo y te amo.

Continuaron su marcha: ella no volvió a llorar; su rostro agradable y expresivo brillaba de amor y de esperanza, y los más tiernos nombres salían de sus labios purpurinos y frescos, que parecían brindar un dulce beso, pero él no se apresuraba a acercar los suyos. Había perdido súbitamente su alegría; su rostro estaba sombrío, sus palabras eran breves e inconexas.

Notolo al fin la doncella, y dijo:

-Esposo mío, ¿estás enojado con tu Anunziata?

Sonrió con tristeza Giuliano, y sólo respondió con una caricia.

-¿Quieres que te hable de los primeros días de nuestro cariño, Giuliano? Escucha: era una noche hermosa como ésta; yo cantaba en mi ventana y vi la gentil figura de un hombre al frente de mi casa. Tenía un ferreruelo azul: ¡éste!, pero en vez de esta gorra de paño llevaba un gran sombrero que casi le cubría la cara. Su talle era noble, sus ojos brillaban en la oscuridad como dos luceros: ¡he aquí aquel talle! (y le ceñía con sus brazos), ¡he aquí aquellos ojos! (y los besaba).

-Sí -respondió Giuliano-, entonces oí por la primera vez tu voz, más grata a mi oído que el murmullo del agua al viajero sediento. No había visto tu rostro, pero le adivinaba, y desde aquella noche te amé, Anunziata.

-¡Cuán dulces eran los largos coloquios que teníamos en la ribera! Y cuando la presencia de Rotoli me impedía acudir a la cita, ¡cuánto te agradecía que fueses a colocarte al frente de mi habitación y tirases conchitas a mis ventanas! ¿Te acuerdas cómo enseñé a Rotolini a que te llevase mis cartas en la boca? El pobre animal te conocía mejor que yo misma, y a veces me advertía tu llegada con aullidos, que hacían rabiar a mi tío. También recuerdo cuando tuviste celos del coronel Dainville porque le veías entrar en mi casa.

-Una palabra tuya bastó para sosegarme.

-Es verdad, te dije, que su amor me fatigaba y que no tenía ya un corazón que darle. ¡Ay! ¡Pero cuánto he padecido cada vez que te ausentabas!, ¡qué días tan largos los que pasaba lejos de ti!, ¡cuánto lloraba por las noches cuando nadie me veía! Ya no volveremos a separarnos.

-¡Nunca, vida mía, nunca! Pero al traer a mi memoria la noche feliz en que escuché tu canto divino, ¿no pensaste en que ibas a despertar el deseo de volver a oírle? Canta, Anunziata, canta aquella letra que hizo palpitar de ternura un corazón de acero.

-He aquí el lago Averno -dijo ella-, sentémonos sobre estas piedras, al pie de este edificio arruinado: no importa que haya sido templo de Plutón; esta noche lo será del amor.



Y reclinada sobre las rodillas de su querido, cantó con hechicera voz estos versos de Metastasio:

Amote solo; te solo amai:
Tu fosti il primo, tu pur serai
l'ultimo oggetto che adoreró (7)


Los céfiros esparcían sus dulcísimos conceptos, y Giuliano la dijo:

-Prosigue tu canto, tu canto sosiega las tempestades de mi alma.

Ella cambió de música y letra, y cantó con expresión:

Fosca nube il sol ricopra,
O si scopra il ciel sereno,
Non si cangia el cor bel seno,
Non si turba il mio pensier.

La vicende della forte
Imparai con alma forte,
Della fasce a non temer. (8)

-¿Tendrás esa fortaleza? -exclamó Giuliano-. Si el destino fatal que me acosa llegase a alcanzarte, ¿sabrías soportarlo sin cobardía? ¿No se mudaría tu corazón si vieses en tu amante un ser desventurado, cuya alma enferma pudiera contagiar la tuya tan hermosa?

-¿Eres infeliz? ¿Por qué, pues, me reservas tus penas? No, no soy tan flaca que no pueda llevar el peso de la parte que en ellas me corresponde. Tu suerte será la mía, próspera o adversa, puesto que soy tu esposa. Habla, y que desde esta noche no existan secretos entre nosotros.

Diciendo esto doblaba las rodillas delante de él y le miraba con ojos llenos de ternura.

Arrancó Giuliano de su cabeza la gorra de paño, como si su ligero peso le oprimiese, y arrojándola lejos de sí sacudió su espesa cabellera poniendo la mano sobre su frente.

-¡Me abrasa! -dijo, y comenzó a pasearse con pasos presurosos por la orilla del lago.

-¡Habla! -repitió Anunziata con tono suplicante.

Detúvose él y tomando agua en el hueco de sus manos, empapó su frente y sus cabellos, que, cobrando mayor lustre con la humedad, quedaron lacios y brillantes como las plumas del cuervo. También sus ojos parecieron a Anunziata más resplandecientes que de costumbre, pero tenía aquel fuego algo de siniestro, y se hicieron visibles en su tez algunas ligeras arrugas que hasta aquel instante no se echaran de ver. Todo su aspecto tuvo entonces un no sé qué de terrible y majestuoso, de triste e imponente.

Apoyado un brazo en una columna mutilada, y tendiendo el otro a la joven que se acercaba a él arrastrándose de rodillas.

-¡Anunziata! -la dijo-, he sido un monstruo, pues pude engañar tu crédula confianza. Cualesquiera que puedan ser las consecuencias de la confesión que voy a hacerte, siento como tú la necesidad de que no existan ya secretos entre nosotros. Todos debes saberlos: mi nombre, mis desventuras y mis crímenes. Levántate, doncella, pues vas a ser el juez de un alma indómita hasta ahora, y para la que nunca tuvo significado la palabra arrepentimiento.

Al decir esto su rostro tenía aquel sello terrible de un inmortal orgullo, que conserva entre los horrores de su eterna expiación el formidable espíritu vencido por el arcángel del Omnipotente. Estremecida la doncella exclamó:

-¿Quién eres?

-Levántate y escúchame, Anunziata, reuniendo tu valor, porque voy a contarte una historia larga, y siniestra: una historia que no conoce el mundo, y que tú sola debes oír, sin otro testigo que el cielo impasible y mudo que nunca comprendió la voz de la desventura.

-¡Oh esposo mío!, no blasfemes de la justicia de Dios -dijo Anunziata.

-La fatalidad es el único Dios que dirige mi destino -respondió con voz sombría el fingido pescador-, mi nombre te explicará mi vida, y mi vida te explicará mi religión.

-Pronuncia, pues, ese nombre -gritó con ansiedad la sobrina de Angelo.

-Me llamo...

-El agudo sonido de un silbato se dejó oír en aquel instante: la doncella tiembla sin saber por qué, y el falso Giuliano, interrumpido en el momento de hacer su revelación, saca del bolsillo un instrumento como aquél que acaba de oír y responde con igual sonido.

-Un hombre aparece como por encanto en la misma orilla. Su traje imita el de un montañés de la Calabria; su cuerpo es robusto; su estatura atlética, y su rostro, aunque alumbrado por la suave claridad de la luna, tiene una expresión atrevida y feroz.

-¡Giuliano! -dice, y de un salto se pone a su lado el amante de Anunziata. Hablan en voz baja algunos minutos, y la pobre joven, que no puede oír lo que dicen, aprieta las manos sobre su seno oprimido y se encomienda mentalmente a su ángel custodio, porque presiente desgracias inconcebibles.

La misteriosa conferencia concluye, y Giuliano volviendo presuroso la dice:

-Es forzoso separarnos al punto. Fío tu seguridad al amigo que está presente; síguele y él te llevará a un paraje seguro, al cual iré a encontrarte muy pronto. Todo está preparado para tu partida, y un deber imperioso me llama a otra parte.

La joven temblando arroja una recelosa mirada al sospechoso personaje a quien la confía su amante, y murmura una negativa; pero él repite con acento y ademán imperioso.

-Obedece y nada temas: ¿quién se atrevería a ofender en lo más mínimo a la esposa de...?

-¿¡De quién!? -preguntó con ansiedad la doncella.

-De un hombre que jamás supo perdonar -respondió Giuliano, y tomándola por la mano la llevó hacia su sombrío compañero que permanecía inmóvil.

-Aquí la tienes -dijo-, tu cabeza responde de su seguridad.

Enseguida le vio Anunziata alejarse presuroso, y sin duda el montañés le había traído un caballo, pues dos minutos después oyó su violento galope.

-Tened piedad de mí, señor calabrés -dijo entonces con ahogada voz.

-¡Corpo di Dio! -contestó el áspero personaje-, ¿de quién diablos tenéis miedo?

Le ofreció su nervudo brazo, que ella tomó temblando, y siguieron la senda que debía volverles a Puzzoli [Pozzuoli].



Continuará…


(7)  Esta parte de los versos de Metastasio fue eliminada en la edición de las Obras completas de 1871. Aparece en la página 45 de la versión de 1858 y también en la primera edición seriada y publicada por el periódico El laberinto.

(8)  Únicos versos aparecidos en la versión de las Obras completas de 1871. Igualmente presentes en las otras dos versiones consultadas: El Laberinto 1843 y en la página 45 de la versión impresa de 1858 por la Imprenta de Luís García, Editor, Calle de San Bartolomé, número 4, Madrid, 242 páginas.

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