abril 12, 2013

ESPATOLINO (II)

Piazza del Mercato, Nápoles, siglo XIX.



Infame raptor
Pietro Biollecare es apresado
 
- II -
 
Al siguiente día a las diez de la mañana atravesaba el Mercado (largo del Mercato), y se dirigía a la casa de Dainville, situada hacia el principio de la calle conocida con el nombre de Vico del Sospiro, porque desde ella alcanzaban a ver los reos condenados a la última pena el instrumento del suplicio, que de tiempo inmemorial tenía su asiento en aquella plaza.
 
Angelo se detuvo un momento mirando el paraje en que era costumbre levantar cuando llegaba el caso aquel signo terrífico de las ejecuciones, y si algún extranjero le hubiese visto entonces preocupado al parecer con un hondo pensamiento, habría imaginado, juzgando por sus propias impresiones, que el corazón del agente se conmovía al recuerdo de las agonías sin número de que había sido testigo aquel sitio formidable, donde en otros tiempos estaba permanente la horca.
 
En efecto ¡cuántas memorias no puede despertar el largo del Mercato! ¡De cuántos grandes sucesos no ha sido teatro! Allí terminó su acibarada vida la ilustre víctima del inexorable Carlos, el infortunado Coradino; allí también fue inmolado Federico de Austria; allí, en fin, se verificaron las principales escenas de la célebre revolución que tuvo por jefe a aquel hombre extraordinario que en las tempestuosas y últimas horas de su existencia recorrió con rapidez increíble toda la extensa escala de los destinos sociales, desde pescador hasta jefe del Estado (1).
 
 
Masaniello, Giusseppe Mazza. Óleo sobre tela, 94,5 X 123 cm.
 
Y si la imaginación se desvía de las imágenes de lo pasado que la vista de aquella plaza despierta en la memoria, ¿cómo no fijarla en el espectáculo singular que allí presenta siempre una clase excéntrica en la humanidad, extranjera a la civilización, y cuyo retrato pudiera parecernos un capricho de la fantasía a no tener tan cerca el original?
 
-Los Lazzaroni abundan constantemente en la plaza del mercado, como sitio de los más concurridos, y a todas las horas del día se escuchan allí sus melancólicos cantos.
 
Sin embargo, no eran aquellos seres únicos en su especie, ni los grandes sucesos que se ofrecían a la memoria los que motivaban la suspensión de Rotoli. El rencoroso italiano coordinaba en aquel instante el plan que debía seguir para satisfacer su venganza, y mirando el sitio destinado al suplicio, con sensaciones de temor y de esperanza, se decía a sí mismo: «¡Si consiguiese ver figurar en él al ingrato Pietro!». «Ánimo, Rotoli -añadía-, el coronel está ciego de amor y de celos, y todo depende de que tengas el necesario talento para hacer que sea en su juicio una certeza absoluta lo que sólo es en el tuyo una ligerísima e infundada sospecha».
 
Entró resueltamente en la casa del coronel al terminar estas reflexiones, y no tardó en ser conducido al aposento de aquél, que sin duda había pasado mala noche, pues aún estaba en cama y con el rostro algún tanto macilento.
 
-Y bien, señor Angelo -dijo incorporándose-, ¿qué noticias me traéis de Anunziata?
 
-Ninguna, ilustre coronel, ninguna que pueda agradaros. Sólo sé que su raptor es, como había sospechado, el infame Pietro.
 
-¿Cómo lo habéis sabido? -preguntó vivamente Arturo.
 
-Por confesión de su mismo padre, excelentísimo: que sobre flojo e inepto es un viejo infeliz, más pobre que Amán y más tonto...
 
-Adelante, amigo, adelante por Dios; pues me van pareciendo insufribles vuestras eternas digresiones.
 
-Vuestra excelencia tiene razón; es una manía que no han podido quitarme todos los esfuerzos de mi perla.
 
-Acabad lo que ibais diciendo respecto a Biollecare.
 
-De Biollecare el viejo querrá decir vuestra excelencia, ¿no es esto? Del raptor de vuestra sobrina. Es que con quien yo he hablado es con su padre Giuseppe, el viejo Giuseppe Biollecare, que fue marino en su juventud, después labrador y últimamente no es nada ni tiene sobre qué caerse muerto. ¿No le conoce vuestra excelencia? Es un hombre cargado de años; pero que aún pudiera ganar el pan, si no fuese tan holgazán como su hijo: no es con todo un pícaro como Pietro; ¡eso no!, el viejo Giuseppe pasa generalmente por buen sujeto, honrado, leal y religioso, aunque en razón de su miseria haya contraído algunas deudas y...
 
-Voto a sanes, señor Angelo, que si continuáis esa maldita relación, os haré echar de mi casa y jamás volveréis a atravesar sus umbrales. ¿Qué diablos me importan las noticias que me estáis dando?
 
-Perdón, excelencia, perdón os pido con el mayor rendimiento; yo pensaba que escucharíais con gusto los antecedentes que en mi pobre juicio parecían ventajosos a la aclaración del caso que nos ocupa: comprendo ya mi error y seré breve. Sabed, pues, nobilísimo coronel, que aquel buen viejo, que no es capaz de una mentira, y lo mismo su hija María, que parece excelente muchacha, me han dicho con lágrimas en los ojos que el pícaro Pietro falta de su casa hace tres días con hoy. Atended a esto, señor Arturo; ¡tres días! Es decir, que salió de su casa antes de ayer, sin duda para rondar cerca de la mía, acechando el momento favorable de ejecutar su perverso designio, como lo consiguió desgraciadamente en la noche última. El anciano me ha dicho que se llevó consigo su escopeta y su cuchillo de monte; pero que no tocó al poco dinerillo que tenían. ¡Dios sabe cómo se proporcionaría metálico el desalmado!
 
-¿Es verdad lo que decís, señor Angelo? -respondió Dainville-, mirad bien cómo habláis, pues hacéis nacer en mí tan vehementes sospechas contra ese mozo, que si le calumniaseis...
 
-¡El bienaventurado San Giovanni me favorezca! -exclamó santiguándose el italiano-. Vuestra excelencia puede ir a ver al viejo Giuseppe y oirá de sus labios cuanto acaban de articular los míos.
 
-¡Y qué! -gritó con exaltación el francés-, ¿no os habéis quejado ante los tribunales de justicia? ¿No habéis todavía acusado solemnemente al infame raptor?
 
-Lo he hecho, señor Dainville, lo he hecho; pero poco puede esperar un infeliz como yo, cuando no le protege algún amigo poderoso.
 
-¡Basta! -dijo Arturo, y echándose fuera del lecho comenzó a vestirse apresuradamente.
 
Mirábale Rotoli con ojos centelleantes de placer, y allá en sus adentros se decía: «Aquel ingrato va a pagármelas todas; es hombre perdido».
 
Y luego, como para sosegar su conciencia que acaso no estaba todavía completamente muerta, añadía: «Así como así, él no podía parar en bien. Además nadie puede decir con justicia que yo le haya calumniado, pues cuanto acabo de asegurar es la pura verdad. Mi única falta consiste en haber inventado que anoche Pietro amaba a mi sobrina, y en fingirme ahora íntimamente convencido de que él es un raptor, cuando lo cierto es que no tengo en qué fundar semejante sospecha, y que harto temo encontrar en el verdadero culpable un rango muy superior al de Pietro».
 
Mientras discurría así díjole Arturo:
 
-Nada me habéis hablado del hombre en quien fundabais anoche tan halagüeñas esperanzas.
 
Aproximose Angelo y respondió con misterio:
 
-Lo he visto, excelencia; lo he visto esta mañana, y según esperaba, me ha ofrecido su auxilio; ¡pero ah!, el pobre camarada no conoce a Anunziata y dice que no recuerda casi nada la figura de Pietro.
 
-¿No conoce a Anunziata habiendo estado con frecuencia en vuestra casa?
 
-¡En mi casa, señor coronel!
 
-Os ruego, amigo Rotoli, que depongáis vuestra habitual cautela, y pues se trata de un asunto que tanto nos interesa, olvidad que habláis con el coronel Dainville, emparentado con personas cuyos cargos públicos os amedrentan; así como yo olvido que es un bandolero el hombre que os permito mencionar en mi presencia.
 
-Hablo a vuestra excelencia con toda la franqueza que me inspira su indulgencia, que no se desdeña de oír el nombre del pobre proscrito; pero es muy cierto que jamás, que yo me acuerde al menos, he visto a Espatolino en mi casa. No quería yo, señor Dainville, que sospechase mi perla que yo tenía la menor comunicación con el terrible sujeto a cuyo solo nombre temblaba la pobrecilla como la hoja de un árbol azotado por el viento, y hasta hoy no conocía el bandido la existencia de mi perla. No pocas veces me había dicho que aseguraban gentes del país haber visto en mi casa una linda mujer que era mi hija o mi sobrina; pero se lo negaba constantemente, pues excepto vuestra excelencia no quería yo conociese ningún hombre el peregrino tesoro que guardaba en mi casa.
 
-Celebro vuestra prudencia -dijo Arturo-, pero quisiera saber todo lo que os ha dicho Espatolino respecto al encargo que le hicisteis de descubrir el paradero de Anunziata.
 
-Me dijo que haría cuanto posible fuera, aunque tenía la gran desventaja de no conocer ni al robador ni a su víctima.
 
-¿Nada más os dijo?
 
-Nada más -respondió balbuciente y algún tanto turbado el agente de policía.
 
Su turbación nacía de que callaba la parte más interesante de su conversación con el bandido. Espatolino le había asegurado que a cierta hora de la noche que convenía admirablemente con aquélla en que se descubrió la desaparición de la doncella, algunos de sus compañeros que vagaban por las cercanías de Nápoles hacia el lado de Resina, habían visto pasar varios hombres a caballo escoltando a una mujer que al parecer no iba por gusto suyo en aquella compañía; que los ladrones no se habían atrevido a asaltarles viendo la superioridad del número; pero que pocos minutos después aparecieron en la misma dirección otros dos hombres montados, y detenidos por ellos al instante, dijeron ser criados de un rico caballero hacendado en Resina y Puzzol, al cual iban siguiendo. Según la relación de Espatolino, no se limitaron a éstas las explicaciones que de boca de aquellos hombres obtuvieron sus compañeros, pues también supieron que ignoraban dichos criados quién fuese la dama que acompañaba su amo; que no conocían mujer ninguna en su familia, y que aquélla con la cual se dirigía a Puzzol no había estado en su compañía hasta aquella noche.
 
Tales datos no hubieran sido sin embargo de gran valor, a no mediar una circunstancia, que si la ignoraba el bandido la conocía perfectamente Rotoli, y era que hacía algunas semanas conoció a la doncella un noble y rico señor, en unas fiestas de Ischia, y que desde entonces le había visto Rotoli vagar algunas veces por los alrededores de su casa, atisbando las ventanas de la habitación de Anunziata. Dicho señor tenía casas en Resina y en Puzzol, como de su amo habían dicho los dos criados a los ladrones, y el agente de policía, apreciando debidamente tan vehementes indicios, se guardó bien de comunicarlos a Dainville, cuyas sospechas le convenían hacer recaer sobre el infortunado hijo de Giuseppe.


Ambiente en una calle napolitana, siglo XIX
 
Acabó de vestirse el coronel, y salió con Rotoli resuelto a no perdonar medio alguno para descubrir el paradero de Pietro. En efecto, los más activos gendarmes se repartieron aquella misma mañana en diversas direcciones, después de pedir al agente puntuales señas de la víctima, y sus diligencias fueron tan eficaces y felices que en aquella noche fue capturado el infeliz Pietro en una fonda de Marigliano, y al día siguiente se vio en la presencia de Arturo; pues habiendo comprendido el grande interés que tomaba en aquel asunto el joven coronel, se apresuraron los gendarmes a darle un irrecusable testimonio de su activa diligencia en servirle.
 
Estaba Rotoli con el militar francés cuando fue presentado a éste, atados entrambos brazos con gruesos cordeles, el mozo Biollecare, cuyo rostro expresaba la más violenta desesperación.
 
-¡Desventurado! -le dijo con severo acento Arturo-, después que por su orden se hubieron retirado los gendarmes. ¿Pensaste que tu crimen quedase desconocido o impune? Cuando te cubrías delante de mí con una máscara de honradez y acusabas al hombre bajo cuyo techo halló un asilo tu vida vagabunda, ¿esperabas engañarme tan completamente que cerrase los ojos a las evidentes pruebas del atentado que meditabas?
 
Hizo una breve pausa durante la cual apenas respiraba Rotoli, temiendo que el acusado alcanzase a producir razones o pruebas que le disculpasen, pero Pietro continuaba turbado, afligido y mudo, con toda la apariencia de un reo convicto.
 
-Sí, pérfido -prosiguió el coronel-, existen testimonios de tu crimen, que harían inútil cualquier subterfugio que te dictase tu sagacidad, y si de algún modo puedes excitar mi compasión y moverme a emplear mis esfuerzos en hacer menos dura la sentencia que en breve habrá de lanzar contra ti un tribunal severo, sólo lo lograrás por medio de la sincera confesión que aquí pronuncies.
 
Las esperanzas que le prestaban estas palabras parecieron reanimar el abatido ánimo del reo, que levantando los ojos, que mantuviera hasta aquel instante fijos en el suelo, los clavó en Arturo con notable expresión de tristeza y de arrepentimiento.
 
-No es mi intención negar nada -dijo entre sollozos-, pues adivino que ha sido mi hermana la que me ha delatado a la justicia. Bien me amenazó con hacerlo; pero yo creía que sólo hablaba así para apartarme de mi idea, y ahora mismo que estoy viendo su traición... pero yo se la perdono. La pobre chica es tan virtuosa, que creería un deber suyo el declarar mi culpa, y esto debe recomendarla mucho con las gentes honradas que ejercen la justicia. Sólo quiero decir su excelencia el señor Dainville, que mi padre es tan bueno como María, y está de todo tan inocente como el día en que nació: por eso la justicia al castigarme debe compadecer al pobre viejo que nada sabía de mi culpa y que harto dolor tendrá cuando mire mi castigo. Esto es todo lo que puedo decir al señor coronel, y esto diré al tribunal, pues repito que nada niego y me abandono a su justicia.
 
Al escuchar tan completa confesión de un delito de que él mismo, siendo su acusador, le creía inocente, estregose los ojos Angelo creyendo que soñaba, y abriéndolos extraordinariamente los clavó con sorpresa en el hijo de Giuseppe, mientras decía en su interior: «¡Si habré acertado por casualidad! ¡Si lo que creía una invención del odio, sería una inspiración de la verdad!».
 
Menos sorprendido Arturo, dijo al preso:
 
-Haces bien en no intentar una negativa inútil; pero no basta que confieses el hecho: es necesario devolver al instante la prenda tan villanamente robada.
 
Entonces fue Prieto quien abrió los ojos con el aire de quien se esfuerza para comprender.
 
-¡La prenda robada! -repitió dos veces-. Vuestra excelencia ha sido sin duda mal informado -añadió moviendo la cabeza-. Aquí descubro una mentira que no puedo dejar pasar. No aseguro a la verdad que ellos no hayan robado una prenda, ni aunque fueran mil; pero protesto que no he tenido parte. Desde el momento en que logré reunirme con ellos, el capitán me encargó la comisión de ir a Nola y a Marigliano a llevar ciertas cantidades de dinero a unas pobres familias que protege. Por cierto, señor excelentísimo, que no podré olvidar la confianza que me dispensó, y que lloré de gozo cuando me dijo estas palabras: «Aunque eres nuevo entre nosotros, te creo un buen muchacho, y si por desgracia no lo fueras, esta prueba nos libertaría del deshonor de tener un pícaro en nuestra compañía. Porque quiero darte ocasión de manifestar lo que eres, y por la mayor seguridad con que puedes entrar y salir en las poblaciones, te escojo para desempeñar esta comisión; cuando la hayas terminado, ven a buscarme en este mismo sitio, y si en él no estuviere, aguárdame». Obedecí, señor Dainville, y cuando los gendarmes me prendieron en la hostería del Oso Blanco de Marigliano, ya iba a salir de aquella población para volver a juntarme con Espatolino. Ésta es la verdad, y mintió quien dijo que yo robé prendas a nadie: que harto culpable soy con lo que he hecho sin necesidad de que me inventen delitos que todavía no he cometido.
 
Había en el aspecto y tono del mozo un carácter tan solemne de sencillez y verdad que hubiera sido imposible desconocerle. Arturo comprendió que había hallado un culpable, pero no el que buscaba, y que si bien la revelación que acababa de oír empeoraba la causa de Pietro, probaba su perfecta inocencia respecto a la culpa que se le había imputado.
 
Por una de aquellas extravagancias tan comunes en el corazón humano, en vez de atenuarse la ira del militar contra el pobre reo, pareció cobrar mayor violencia; pues destruida en un instante la esperanza lisonjera de recobrar su querida, la desesperación de Arturo, no encontró otro objeto más próximo en quien derramar su amargura que el infeliz que acababa de disipar un error que le había halagado.
 
-¡Cómo, monstruo! -exclamó-, ¿eres un agente del feroz Espatolino? ¿Perteneces a la horda de asesinos que tiene aterrorizada la Italia?
 
-¡Perdón, nobilísimo señor!, ¡perdón! -respondió todo trémulo el hijo de Giuseppe-. Puesto que vuestra excelencia sabía mi delito y que mi sincera confesión y mi suerte deplorable y mísera me hacen merecedor de alguna clemencia...
 
-¡Basta! -dijo secamente Dainville-. Hola, Rotoli, llamad a los gendarmes para que conduzcan a este hombre a la cárcel, y que sea informado de su crimen y de su captura el juez a quien compete. Nada tengo que ver con esta causa -prosiguió volviendo la espalda al desdichado que le miraba con ojos suplicantes, puesto que el reo ignora o finge ignorar el paradero de Anunziata, única revelación que pudiera salvarle.
 
-¡Que pudiera salvarme! -exclamó Pietro con ansiedad dolorosa-, ¿decís, noble señor, que aún puedo salvarme? ¿Lo habéis dicho, no es cierto?
 
-Sí -repuso el coronel-, pero es preciso que sepa yo antes en dónde se encuentra la sobrina de Rotoli.
 
-¡En dónde se encuentra! -repitió Pietro con el aire de la ingenua sorpresa-. ¡Pues qué!, ¿no lo sabéis?
 
Y después de un minuto de reflexión fijó los ojos en Angelo y le dijo con el más rendido acento:
 
-En nombre de la Santa Madonna, señor Rotoli, decid, dónde está vuestra sobrina, si es que ya no la tenéis en Portici. Ya habéis escuchado que el señor Dainville me da esperanzas de salvación; y no, no sois tan malo ni me aborrecéis tanto que queráis negarme todo auxilio y condenarme a la muerte. Tened piedad de mí, señor Rotoli, ved que no soy un malvado. ¡Ah!, si he cometido una culpa, Dios sabe por qué lo hice. ¡No conocéis lo que es la miseria!... ¡el hambre!... Compadecedme, señor Angelo, y si es que habéis escondido a vuestra sobrina, decidme por Dios dónde.
 
El desorden, la sencillez y la verdadera angustia con que había sido pronunciado tan extraño ruego, hubieran persuadido contra los más fuertes indicios la inocencia de Pietro en el robo de la doncella, y tan penetrado de ella quedó el coronel, que sin dirigirle ninguna otra pregunta repitió la orden de conducirle a la cárcel.
 
Obedeciole Rotoli disimulando mal su complacencia; pues hallar reo de tan mala causa a su enemigo era un bien superior a su esperanza. La casualidad le proporcionaba satisfacer cumplidamente su venganza, y casi se persuadía de que el cielo mismo estaba interesado en ella.
 
El preso salió de la casa de Arturo en medio de los gendarmes, y el implacable Angelo marchaba a su lado, recreándose con las demostraciones de dolor que se le escapaban.
 
-¡Mi pobre padre! -decía entre sollozos-, morirá de pesar si me condenan a muerte. ¡Pobre viejo, que cifraba su orgullo en la honradez de sus hijos!... ¡pero era tanta su miseria!, ¡y mi triste hermana sin un pedazo de lienzo con que cubrir sus carnes!... Por ellos, por ellos y no por mí determiné hacerme bandido: condenar mi alma para adquirir dinero. ¿Y habré de morir como un facineroso sin tener el consuelo de que logren algún provecho de mi culpa? ¡Pobre, pobre Giuseppe!, más le valía haberse muerto de hambre como mi desdichada madre.
 
Rotoli pareció algún tanto conmovido oyendo tan sentidas lamentaciones, y dijo muy bajito al desconsolado reo:
 
-Has sido ingrato conmigo, Pietro, pero no puedo olvidar que en otro tiempo fui tu amigo, y que tu anciano padre es un excelente sujeto que en días más felices para él tuvo ocasión y voluntad de prestarme algunos ligeros servicios. Soy agradecido y te compadezco.
 
-¿Podréis salvarme? -preguntó vivamente el mancebo.
 
-Lo deseo -respondió con cautela el agente-, y no me parece imposible. ¡Calma, calma, amigo Biollecare! Calma y disimulo -prosiguió al notar los gestos de júbilo que hacía el preso-. Yo haré por ti cuanto esté en mi mano y me valdré del notorio ascendiente que ejerzo en el ánimo del coronel Arturo para interesarle en tu favor.
 
-La divina Madonna y el bienaventurado San Giovanni os lo pagarán en el cielo, señor Angelo -dijo con acento trémulo de emoción el hijo de Giuseppe-. Ahora conozco que he sido injusto con vos, y que merezco por ello los sinsabores que estoy pasando.
 
-No es tiempo de pensar en tales cosas -dijo Rotoli-, estamos ya próximos a la cárcel, y antes de separarnos quiero decirte lo que te conviene hacer para mejorar en lo posible tu causa. Pero dime ante todo, hijo mío, ¿tienes contigo algún papel que pueda perjudicarte? porque te advierto que serás escrupulosamente examinado al entrar en la prisión y que un documento escrito que probase tu complicidad con Espatolino, te haría indudablemente más daño que todas tus imprudentes confesiones en presencia de Dainville.
 
-No tengo papel ninguno -dijo con candidez el joven.
 
-Francamente, ¿no tienes contigo ningún escrito?
 
-Aguardad, ahora recuerdo que en el bolsillo derecho debo tener una cartera de piel, y en ella una carta de mi hermana que recibí estando en Ischia hace algunas semanas. Me rogaba la enviase algunas monedas de las que suponía producto de la pesca, porque nuestro padre estaba enfermo; pero la pesca fue mala y...
 
-Bien, bien -interrumpió Angelo-, nada importa que vean esa carta; pero repasa tu memoria, Pietro: ¿no tienes absolutamente ningún otro papel?
 
-Ninguno... ¡Ah, sí! Tengo también aquella carta vuestra a Espatolino, que en mi ciega ira contra vos no quise llevar a su destino ni devolvérosla. Creyendo que erais mi enemigo, la guardaba como un arma contra vos; pero os juro, señor Angelo, que hace tres días que no me acordaba de ella.
 
Animose extraordinariamente la fisonomía de Rotoli.
 
-Esa carta -dijo- te puede ser perjudicial, pues, cuando el Gobierno sólo vea en mí un culpable como tú, mal podré alcanzar el crédito que necesito para salvarte.
 
-Pero, ¿no podréis sacar con disimulo la cartera de mi bolsillo? -exclamó con ansia Pietro.
 
-La noche está oscura y los gendarmes llevan entre sí una conversación tan viva que no se cuidan de nosotros.
 
-¿Lo creéis así? ¡Si pudiera escaparme!
 
-¡Imposible! -exclamó Rotoli, agarrándole por un brazo-; pero puedo sacar la cartera. ¿Dices que en el bolsillo derecho?
 
-Sí, ahí, ahí mismo donde ponéis la mano.
 
-Chist, ya la tengo; ¡aquí está!
 
-Dios os lo pague, señor Rotoli -dijo el hijo de Giuseppe, y el agente le miró con inexplicable expresión.
 
Llegaron en esto delante de la cárcel, y el pobre mozo comenzó a temblar como un azogado.
 
-¡Ánimo! -le dijo Angelo-, espero que pronto nos volveremos a ver.
 
Prorrumpió en llanto el mozo, y entró en la sombría morada en medio de los gendarmes, que le dirigían groseras chanzonetas, mientras el agente de policía, guardando en su pecho la cartera, murmuraba con infernal sonrisa:
 
-¡No le creía tan necio! ¡El insensato no se ha reservado ningún recurso!
 
 
 
 

Continuará…
 
 
 
(1) Masaniello [Sobrenombre por el que se conoció a Tommaso Aniello d'Amalfi, famoso pescador y revolucionario napolitano del siglo XVII. En su época se convirtió en el líder de la rebelión napolitana ocurrida entre los días 7 y 16 de julio de 1647 en la cual el pueblo se rebeló contra las cargas impositivas impuestas por el virreinato español. Después de 10 días de revueltas, fue seducido por la corte, acusado de locura y traicionado por una parte de sus seguidores. Murió asesinado a la edad de veintisiete años. Su revolución desestabilizó el gobierno virreinal y abrió paso a la República Napolitana instaurada cinco meses después de su muerte. Masaniello quedó en la historia como símbolo del pueblo napolitano, y muchas veces fue representado en la pintura, música y literatura]







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